lunes, 12 de julio de 2010

FEROZZ en Cine Cubano la Pupila Insomne















Esta es la reseña crítica hecha por el crítico y ensayista Juan Antonio García Borrero en su blog www.cine-cubano-la-pupila-insomne.nireblog.com

MOLINA’S FEROZZ (2010), de Jorge Molina 12-07-2010 GTM 1 @ 16:59
jagb —

Hace poco leí una tajante afirmación de uno de los pensadores contemporáneos que más se las arregla para inquietarme: Slavoj Zizek. La cito tal como la anoté: “La verdadera grandeza y el legado histórico del cine italiano, su contribución histórica a la cultura europea y global del siglo XX, no reside en el neorrealismo ni en ninguna otra rareza apta solo para intelectuales degenerados, sino en tres géneros únicos: los spaghetti-westerns, las comedias eróticas de los años sesenta y (el más grande de todos) los espectáculos históricos peplum”.

No es el primer gran pensador que se esfuerza en concederle jerarquía al cine en su vertiente más “popular”, dejando a un lado ese único rol de “gran Arte” que le adjudica un grupo de expertos al que apenas le importaría el ángulo “autoral”. Fanático de las películas de Hitchcock, estudioso de Lacan y de Hegel, Zizek nos compulsa a asomarnos a esas películas que gustan de apropiarse del mundo desde perspectivas voluntariamente alejadas del gran Canon: también allí hay miradas intensas y perturbadoras a la vida.

La crítica relacionada con el cine cubano tardará bastante en asumir una postura igual de desprejuiciada por motivaciones ajenas a ella misma: no pocos cineastas cubanos siguen atados a aquel paradigma que, para nombrar el propio neorrealismo italiano que Zizek menciona, en un inicio dictaron las coordenadas maestras que a partir de 1959 guiaría el quehacer del grueso de los cineastas fundadores del ICAIC. Ni siquiera importa que el neorrealismo fuese abandonado casi de inmediato para dar lugar a una formidable práctica experimental con valiosos resultados en el área documental, y, hacia finales de los sesenta, en la ficción; para entonces la fiebre del “Autor serio” con hambre de “trascendencia” se ponía de manifiesto hasta a la hora de chotear.

En un contexto así es imposible que un cineasta como Jorge Molina pueda ser bien recibido. Ya no dentro del ICAIC, sino dentro de eso tan abstracto que nos gusta llamar “cine cubano”. Hay quien justifica su exclusión alegando que las películas de Molina son pornográficas, pero es obvio que eso solo lo podría asegurar alguien que no sepa lo que es la pornografía y guste meter en un mismo saco todo lo que desestabilice su propio concepto de Moral. Es verdad que en todas las historias de este realizador el Sexo (junto a la Muerte) es al mismo tiempo el punto de partida y llegada, pero (como en “El imperio de los sentidos”, de Oshima), un consumidor habitual de pornografía se sentirá a todas luces decepcionado, en tanto lo que se enseña no tiene como fin “excitar” (al menos en el sentido más tradicional de aquel género), sino en todo caso perturbar, estremecer, y hasta provocar el rechazo visual. Su filme más reciente, “Molina’s Feroz” (2010), tal vez sea en ese sentido el que mejor despeje las dudas.

En aquella nota sobre Chesterton, Jorge Luis Borges nos hizo notar que “Edgar Allan Poe escribió cuentos de puro horror fantástico o de pura bizarrerie”. El cine de Jorge Molina es precisamente eso: puro cine bizarro (el término ha sido acuñado por el crítico argentino Diego Curubeto); o lo que es lo mismo, aproximaciones descarnadas a esa parte de la condición humana que las convenciones sociales, tan saturadas de reglas que aspiran a crear un sujeto colectivo armónico allí donde conviven a diario individuos con intereses irreconciliables, disfrazan de una racionalidad a todas luces ficticia y edulcorante.

Desde luego, como todo rebelde sin pausa que se respete, Molina tiene seguidores, pero le sobran legiones de espectadores que repudian con honestidad lo que hace. Estos últimos impugnan la idea de que el cine también puede servir para explorar la parte más velada de nuestras existencias, y quizás esa falta de concesiones de Molina (todo un incansable Indiana Jones de nuestros sombríos subconscientes) sea la raíz del rechazo más visceral. Porque en términos técnicos es casi imposible reprocharle algo al cineasta. Molina no pertenece al Homo Sapiens, sino al Homo Cinematographicus.

Hablamos tal vez del más cinéfilo de los realizadores que ha filmado en nuestro país. De alguien que ha estado al tanto de esas listas canónicas que, cada cierto tiempo, nos imponen ese Parnaso fílmico que unos pocos eruditos construyen para la posteridad, pero que también ha consumido con una avidez descomunal ese otro cine que se menosprecia por razones culturales, por pudor, o, en no pocos casos, por hipocresía vestida de trasnochada moralina: estoy hablando, por ejemplo, de las películas de Boris Karloff, Jess Franco, Mario Bava, o del cine de Hong Kong, encabezado en su momento por John Woo.

“Molina’s Ferozz”, su filme más reciente, parte de ese clásico infantil que es “La Caperucita Roja”, aunque no disimula que detrás de la sensual nínfula protagonizada por Dayana Legrá hay un guiño a la “Lolita” de Nabokov. Por otro lado, no es gratuito que al final del filme encontremos una dedicatoria al cineasta polaco Walerian Borowczyk, legendario creador de “Cuentos inmorales” (1973) o “La bestia” (1974), entre otras películas de culto pertenecientes al “cine bizarro”.

Algo novedoso es que este es el primer filme de Molina donde puede reconocerse con absoluta claridad el contexto cubano, en este caso en su zona rural. En la historia de esta familia campesina integrada por una abuela malvada, sus tres hijos, una nuera y una nieta, no solo hay sexo y violencia al por mayor: Molina ha corrido el perímetro de su severa voluntad de trasgresión para que hasta el incesto y la zoofilia explícita (fenómenos intocables en cualquier película que aspire a ser, por lo menos, recibida sin recelos) tengan cabida dentro de la trama. Ningún realizador de la isla (menos viviendo “en” la isla) se ha arriesgado a ir tan lejos en esta implacable y meticulosa maniobra de “desencantamientos” fílmicos. Allí donde el cuidadoso encuadre prometía el más refinado de los “erotismos” terminamos siendo testigos de un desenlace sexual donde lo gore y lo trágico asume el protagonismo absoluto. No hay música de fondo que ponga en peligro al abierto desafío al “sentimentalismo”, a pesar de que se juega todo el tiempo con la hipersensibilidad de los espectadores. Lo que importa aquí es convertir el Cinema Paradiso en justo lo contrario: un Cinema Inferno.

Los que conocen la obra de Molina, esos que van a ver sus películas buscando justo este tipo de emoción (otros dirán “perversión”), no se sentirán defraudados. Sin embargo, no hay que engañarse: este no es un cine para mayorías. El grueso de las personas (incluyo a los consumidores del “cine para adultos”) sigue usando a las imágenes en movimiento como una suerte de droga legal, algo que nos permite sentirnos a salvo de ese universo lleno de situaciones límites que las películas de Molina pretenden describir con un desparpajo francamente libertino. Y aquí surge algo interesante que la filmografía “moliniana” pone en evidencia: es incierto que el espectador común apele al cine con mucho “sexo, violencia y lenguaje de adultos” tan solo para evadirse de las miserias que abundan a su alrededor; yo diría que más bien consume ese tipo de cine “estilizado” (donde los cuerpos mueren o copulan de un modo más bien “bello”) para no enterarse de las miserias interiores.

La diferencia que hay, por poner un ejemplo, entre el “realismo sucio” que Pedro Juan Gutiérrez despliega en su literatura, y el que Molina enfatiza en su filmografía, es que el primero habla de un infierno que nos rodea, nos acosa desde el exterior, y el segundo nos recuerda que el infierno puede llevarse por dentro como un tatuaje. Por eso las películas de Molina no son “realistas” en el sentido más ingenuo que le puede conceder alguien que deduce que con colocar la cámara frente a un basurero donde vive un hombre ya se está mostrando con transparencia el fondo del abismo, sino que apela a ese otro “horror” que se lleva dentro, a esos demonios que viven intranquilos en las trastiendas de nuestras conciencias.

El cine de Molina combate cualquier tipo de ilusión relacionada con la creencia de que hay hombres moralmente “superiores”, y que esa condición los pone a salvo de la tentación de dañar a los Otros, a veces por omisión. Sin embargo, es mucho más irreverente cuando, sin mencionar la política o la religión, contradice la creencia generalizada de que es posible mejorar la convivencia humana a través de consensos colectivos que tengan en cuenta cada vez más lo que pudiera ser el bien común. El cine de Molina parte del “irracionalismo” como algo inherente al mundo; no de aquel irracionalismo que se asocia a la irracionalidad ideológica y que puede desembocar en todas esas ideologías del totalitarismo que conocemos en sus diversas vertientes destructivas del individuo, sino del irracionalismo como impulso ciego que manipula de manera arbitraria el destino de millones y millones de seres humanos, vivan estos en Nueva York o en la campiña cubana, sean príncipes o mendigos, se cubran con vestidos de sedas o se enfunden en pieles de asnos.

Como espectadores formados bajo la tutela de un credo que primero quiso ver en el cine al “séptimo Arte”, y luego lo puso en función de fines supuestamente “humanitarios”, es lógico que una se sienta dividido ante la radical propuesta moliniana. Moralista que se hace pasar por inmoral, su particular cruzada es contra las costumbres que han terminado por demonizar el cuerpo, el placer, la libertad de los instintos. El mundo hoy no es sueño, sino pesadilla, parece decirnos. No nos espera el Paraíso, sino que ya vivimos en el Infierno, concluye con énfasis. Si ello fuera cierto, no creo que deberíamos escandalizarnos tanto con el cineasta que describe el desastroso orden de las cosas, como con el espectador (nunca mejor utilizado el término: espectador pasivo) que tolera que la realidad siga siendo obscena, escatológica.

Es real que en las películas de Molina no se sugiere tampoco una alternativa a esa oscuridad que nos rodea. Ni siquiera la frenética actividad sexual, que en “Solarix” salva a la última pareja de humanos frente a la invasión alienígena, garantiza que el Hombre pueda llegar a ser auténtico, toda vez que hablaríamos de una sexualidad “interesada”, y no instintiva. Por otro lado, ya en “Molina’s Test” el concepto mismo de “amor” había quedado muy mal parado tras ser sometido a duras pruebas y humillaciones.

¿Qué nos quedaría en este implacable inventario de carencias humanas y sistemáticos desengaños? Ante todo, el tormento de la sinceridad individual, cada vez más infrecuente en estos tiempos donde el mercado fílmico tiende a homogeneizarlo todo, y se apela a las fórmulas con tal de obtener un reconocimiento, o lo que es lo mismo, una seguridad: por algo el cine contemporáneo es cada vez más frívolo. Luego estaría la nítida descripción de una perseverancia creativa que se sabe condenada a la oscuridad, y que recuerda a aquel Sísifo a pesar de todo dichoso con su penitencia, a pesar de todo vencedor de los dioses gracias al olímpico desprecio que siente por el destino al cual le han condenado. Y aún más, Molina me recuerda a David Lynch cuando aseguró: “Encontrar al amor en el infierno…ese quizás sea el tema de todas mis películas”.

Juan Antonio García Borrero

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