sábado, 29 de septiembre de 2012

TERENCE



Ayer 28 de septiembre a las 4:00 p.m. en el Centro Cultural Fresa y Chocolate se presentó el número 5 del BISIESTO CINEMATOGRÁFICO, publicación asociada  a la Muestra de Nuevos Realizadores, esta vez dedicado al malogrado cineasta cubano Terence Piard .  Yo no pude estar porque estoy ensayando para un próximo rodaje, pero a continuación comparto con ustedes el texto que escribí sobre mi querido amigo que aparece publicado junto al de otros que le conocieron.

TERENCE

Por Jorge Molina

Corría el año 1986 y dos amigos y yo, jóvenes estudiantes de arte, estábamos a la caza de Tomás Piard el legendario director independiente, creador del cineclub Sigma y padre espiritual de toda una generación de jóvenes que perseguían un sueño casi utópico: hacer cine en Cuba. Llegamos a un pequeño apartamento en el Vedado, una señora nos recibió y nos dijo que no nos fijáramos en el reguero de la pequeña sala, atiborrada de vestuarios, telas, utilería, papeles, una claqueta y montones de cosas más. Tomás preparaba su nueva película, creo era su primer largometraje, Ecos, la Cecilia del cine independiente.
Ahí fue la primera vez que lo vi. Era un adolescente flacucho de mirada tranquila que estaba por ahí como quien no rompe un plato (con ese cuento, tiempo después se convirtió en su marca de fábrica: una especie de galán a lo roquero argentino tipo Fito Páez con un aura de chico frágil que no dejó títere con cabeza. Tenía un montón de mujeres. ¡Qué cabrón!). De pronto, se escuchó la voz de la señora que no era otra que su abuela: «Terence busca tal cosa…», no recuerdo bien exactamente qué era. Se llamaba Terence. Sus padres le habían puesto ese nombre por el actor inglés Terence Stamp, actor favorito de Tomás. 
Ese día no era otro diferente a su cotidianidad. Desde muy pequeño estaba al lado de su padre en todas sus aventuras cinematográficas, por lo tanto vivía y respiraba cine 25 horas al día. Y, por supuesto, sus primeros pasos en el audiovisual, los dio junto a Tomás en el Cine Club Sigma, espacio aglutinador de una pléyade de jóvenes locos por hacer audiovisuales. A partir de ahí le perdí la pista hasta la mitad de los 90, ya yo me había graduado en la EICTV de San Antonio de los Baños, había rodado un par de cortos que habían adquirido cierto culto entre los cinéfilos y nos volvimos a encontrar para sellar una amistad-hermandad solo truncada con su absurda muerte en la playa de La Fajara (La Laguna, Tenerife) en agosto de 2004.
Para esa fecha, Terence ya había dirigido —siendo un adolescente—, el mediometraje de ciencia ficción Figuras en el paisaje (1987), por el que mereció el premio especial y el de la mejor banda sonora en el Festival Cine Plaza,  y más adelante los cortos Salto (1998) y Retrato vacío (1999). Seguía siendo el mismo cinéfilo empedernido capaz de consumir cualquier película que cayera en sus manos, desde la bazofia más zetoza hasta la más rebuscada película húngara de arte y ensayo. Recuerdo que Tomás discutía y a veces se burlaba de nosotros porque no entendía como gastábamos neuronas en ver películas «malas» de ilustres desconocidos para el cinéfilo «arty» como Jess Franco, William Lustig, Armando Bo o Ray Dennis Steckler y, por el contrario, no nos apasionábamos por clásicos como Tarkovski. Le contestábamos que además de ser divertido, así aprendíamos mejor, a no rodar de esa manera, que con las buenas aprendíamos poco porque eran perfectas y no había por donde cogerle.
No solo compartíamos esa pasión desmesurada por el cine, sino también por la música rock viniera de donde viniera, preferentemente hard rock o heavy metal y la literatura más perturbadora y extraña. Con su partida se fueron con él muchos de mis discos y libros bizarros. Amigo de sus amigos —porque tenía muchos—,  para Terence, todo el mundo tenía valores positivos: nunca lo escuché hablar mal de nadie ni lo vi metido en algún brete o miserias humanas tan características en el mundo del arte. Así era él.
            Terence  seguía obsesionado con estudiar cine, y a pesar de algunas almas oscuras reticentes a su entrada, logró para suerte de todos los que le queríamos, ingresar en la EICTV de San Antonio de los Baños, donde aun trabajo como encargado de Extensión Cultural y en esa época también era asesor de dirección en los ejercicios de tres minutos de la polivalencia. Desde ese momento me convertí prácticamente en su hermano mayor y mentor. 
En cuanto proyecto estuve  involucrado él participó como colaborador en alguna área específica. Recuerdo cuando rodábamos  Molina´s Solarix, Terence era el script y una tarde desapareció a la hora del almuerzo y regresó a media tarde cuando ya habíamos tirado cuatro o cinco planos más.  Sigiloso como para que yo no me diera cuenta, reportes en mano, se acercó al actor principal para preguntarle por cuál plano andaban. El actor Ricardo Becerra —que es tremendo jodedor—, le dijo que me preguntara a mí. Terence le contestó que no, que yo como director estaba muy ocupado con el rodaje y él no quería molestarme con esas pequeñeces. Ricardo me miró, Terence me miró, los tres nos miramos al más puro estilo Leone, silencio y, nos cagamos de la risa. Con esa aura y buena vibra que le rodeaba era muy difícil para mí encabronarme con él. Imagino que estaba terminando de ver alguna película finlandesa rara o «enredao» con alguna jevita en su habitación. En la escuela dio rienda suelta a su pasión y cinefilia —virtudes no demasiado comunes entre sus estudiantes— y a su fascinación por los géneros cinematográficos en completa libertad. Así comenzó una búsqueda que inició con el thriller mezclado con el absurdo, el splatter, la psicotronía  y el kabuki en Carniçeiro (2002), su ejercicio de tres minutos, en 16mm y hablado en portugués, el terror sobrenatural en su ejercicio de pretesis Eso (2002), y terminó con temáticas no tratadas o escasamente tratadas en el cine nacional como las drogas en el documental En vena y la marginalidad y las sustancias sicotrópicas en Bajo Habana.
Juntos realizamos El Sexo y la Bestia especie de versión camp del relato clásico La Bella y la Bestia fotografiada por Raúl Rodríguez y protagonizada por la actriz Zulema Clares y por mí. Todos estos trabajos no exentos de imperfecciones pero llenos de  riesgo y pasión, auguraban el cineasta que vendría. Con obras tan conmovedoras como el documental En vena (2002) y el corto de ficción Bajo Habana (2003), su tesis de grado, y habiendo probado por dónde iba su discurso, salió de la escuela con sus cortometrajes bajo el brazo a recorrer festivales y  a conocer el mundo que falta le hacía y nos hace a todos. 
Comenzó a preparar el que sería su primer largometraje: Accidente, basado en una experiencia autobiográfica, la muerte de uno de sus mejores amigos en similares circunstancias a las que un tiempo después moriría él.  La última vez que nos comunicamos me escribió un exaltado e-mail en el cual como un niño ante un juguete nuevo me dijo haber descubierto a la terrible condesa Bathory y estaba fascinado con el personaje. Le remití a un maravilloso texto sobre ella que había escrito la poetisa Alejandra Pizarnik, titulado La condesa sangrienta para que lo estudiara y quizás pensáramos algo juntos sobre el personaje y la posibilidad de realizar un filme. Desgraciadamente eso no pudo ser. ¡Lo extraño con cojones!

viernes, 28 de septiembre de 2012

Antropología de los zombis



publicado en la revista Espacio Laical digital 2/3012

Antropología de los zombis
Por Justo Planas
En pocos meses la generación de cineastas de los 2000 ha ido cambiando el rumbo de su barco, y con ellos el séptimo arte cubano casi en su totalidad. El Léster Hamlet de Tres veces dos (2004) vuelve a cantar la prolongación de un amor más allá del tiempo, de sus circunstancias con la actual Fábula. Sin embargo, en esta última película es Cuba quien le impide a los protagonistas defender los sueños de una relación: vivir juntos, tener hijos, comer perdices...
Arturo y Cecilia pasan por todos estos estados de manera traumática, blandiendo la alegría en el sentido más cubano de la palabra, esa alegría que mantuvo nuestro espíritu a salvo de la desesperación y la amargura durante el Período Especial. Los padres de él, dueños y señores de la moral de otra generación, de otras formas de ver la vida, y dueños también de una casa: del Hogar; le niegan la posibilidad a la pareja de irse a vivir allí. La madre de Cecilia, mujer práctica y mundana que se multiplica cada día más, acepta a regañadientes a la nieta, pero no al yerno, un filólogo muerto de hambre e irritantemente feliciano.
Habría que decir que este filólogo renunció a una tentadora emigración por Cecilia, que  (como la de Solás) se convierte durante ciertos diálogos en una representación de Cuba toda. La pareja elige vivir aquí: llega a decir incluso “Yo soy fan a Cuba”, pero es este aquí precisamente el que les impide seguir juntos. Y en esa disyuntiva, que anuncia Fábula desde el primer plano, concluye la película.
No puede pedírsele al director Léster Hamlet definiciones cuando los actuales personajes cubanos navegan por la incertidumbre. Habría que decir que en estos filmes no se responsabiliza a ninguna autoridad sino al pueblo cubano mismo por aplastar todo intento genuino de felicidad, todo esfuerzo por trascender la grisura.
En el caso de Marina (Kiki Álvarez) podemos constatar mejor la inconsistencia del tiempo, la monotonía en que parece sumirse esta definición cinematográfica del pueblo cubano. Tenemos la sensación de que en el filme no pasa nada, de que se avanza poco. Y esta sensación no predomina porque a la protagonista, Marina, le suceda poco durante el filme, sino porque estas experiencias que vive no la llevan a ningún sitio, redundan en el despropósito existencial de todo el pueblo de Gibara, donde se desarrolla la historia. Sabemos que llegó a aquel pueblo porque se cansó de estar en La Habana; pero podemos predecir, transcurridos unos minutos, que no tiene una idea clara de lo que va a hacer allí, y ese espíritu prevalece en Marina hasta que caen los créditos.
La pareja protagónica de Kiki Álvarez, sin embargo, conoce desde el principio la lección que la de Hamlet aprende con duros golpes durante toda la película: es imposible, en estas circunstancias, pensar en el futuro; la única forma de mantener a salvo el amor del otro y la felicidad propia es disfrutar cada segundo presente y rehuir de cualquier definición. Tanto en uno como en otro filme persiste la idea de que dentro de Cuba la vida no tiene sentido, pero fuera menos aún.
Es, quizás, la moraleja de Larga distancia (Esteban Insausti), donde se sientan en la misma mesa, unos frente a otros, los cubanos que se fueron y los que siguen aquí. Aunque la ficción de Insausti lleva incrustados testimonios reales de ambos lados de la frontera y más que testimonios: criterios, conclusiones de vida; la verdadera lectura del filme (como en su corto de Tres veces dos) es íntima y se esconde en las historias de ciertos amigos de infancia que se reencuentran: el artista fracasado, la jinetera saqueada, el negro menospreciado y la inmigrante solitaria.
Se miran unos a otros como diciendo “tanto que soñamos ser cuando éramos pequeños e ingenuos y mira en lo que nos hemos convertido”. Larga distancia se ahoga en un ocioso sentimiento de queja ante la decadencia, se regodea ante la fatalidad de los treintañeros cubanos como si fuera cosa de hado trágico, como si toda una generación pudiera ahogarse en la desidia sin conquistar recursos para vencerla, o cuanto menos reducirla. Quizás por este motivo, este filme pasó por la cartelera sin despertar gran interés de crítica y público, a pesar de su virtuosa (este es el adjetivo) visualidad: dirección de arte, fotografía, vestuario, maquillaje, peluquería, edición...
Sin embargo, Esteban Insausti vuelve sobre la salida del país como el mayor de todos los despropósitos. La protagonista, que al parecer vive fuera, descubre que a pesar de su sobreabundancia material solo puede llamar vida al pasado. Después de emigrar existe en ella un gran vacío que intenta suplir con objetos y una maniática obsesión por que todo esté en orden, por que todo sea ideal. Sus amigos, que no habitan en casas ideales ni tienen una existencia idílica, tienen a cambio un presente, lleno de contradicciones, pero también de calor humano.
En La guarida del topo (Alfredo Ureta) encontramos justo lo contrario: un hombre, Daniel, que según deducimos por ciertas fotos fue un constructor ejemplar, tuvo una hija; pero  en estos momentos vive recluido en su casa, aislado del país voluntariamente, y enterrado en una Cuba pasada que le permite comer aún latas de spam soviéticas. Su día, una vez que llega del trabajo (único lazo con el presente) se agota en una cadeneta de rituales: la comida, el baño, el sueño... que se repiten a lo largo del almanaque, sin excepciones.
Como en el caso del personaje que interpreta Carlos Enrique Almirante en Marina, la autoexclusión de Daniel y el frágil equilibrio que proporciona se rompe con la entrada en su vida de una mujer, de una versión agrisada y conforme del amor, y los conflictos que eso implica.
Pero la existencia de un acompañante no significa ni en Marina ni en La guarida del topo que la relación de estos hombres con el mundo sea menos traumática; los conduce solo a un nuevo estadio existencial donde la Cuba presente se les abre con sendos escarpados retos que ambas películas anuncian justo antes de concluir.
Estos cuatro filmes, estrenados el último año, insisten en la naturaleza opresiva de la relación individuo-sociedad. En estos cuatro universos la Isla (ver más allá de su dimensión política o económica) no solo impide que los protagonistas trabajen, sueñen y amen en razonable armonía con el resto de la nación; sino que una vez limitados los vínculos con el mundo exterior, cualquier ejercicio de los verbos antes mencionados (trabajar, soñar, amar) resulta también infructuoso.
El pesimismo de esta década fílmica que recién comienza en los 2010 se vuelve evidente si se comparan estas películas, por ejemplo, con los alegres 80, donde los protagonistas echaban a un lado el escepticismo para involucrarse con los proyectos sociales; o los 90, cuando ciertos directores, inconformes con el estado de cosas, dedicaban sesudas tramas a analizarlo y proponían salidas. Incluso el Diego de Fresa y chocolate, asfixiado en su propia patria, cerraba tras de sí las puertas de la Isla y cogía un avión rumbo a otra sociedad.
Esos cuatro filmes, sin embargo, nos entregan sus finales abiertos, y con ellos subrayan el cansancio y la incertidumbre de los protagonistas frente al porvenir. Enclaustrarse como en el caso de Daniel no es la solución, como puede verse. Tampoco el optimismo a ultranza de Cecilia y Arturo. La apatía de Marina, ella no lo sabe, pero muchos de nosotros sí, solo conserva el estado de cosas. Y la anagnórisis del destino trágico, en el caso de Larga distancia, destierra el libre albedrío y con él toda posibilidad ontológica del individuo de transformar la sociedad (al menos tal como se la caracteriza en el filme: todopoderosa y opresiva).
Remo en mano
La irrupción de Juan de los muertos durante el XXX Festival del Nuevo Cine Latinoamericano llevó, sin duda, a un nivel superior el discurso actual sobre las relaciones individuo cubano-sociedad. Habría que comenzar como Rolando Pérez Betancourt lo hizo en Granma, diciendo que:
“Superada la expectativa propagandística que tanto ha hablado de una historia de zombis invadiendo La Habana, Juan de los muertos (Alejandro Brugués) deja el sabor de una película ingeniosa hasta cierto punto, pero atrapada en la trampa de los excesos”.
Y seguir, como él lo hizo, afirmando que “Brugués es mucho mejor componiendo imágenes hilarantes que armando la risa mediante las palabras”, que “se nota como impelido a resultar simpático en lo verbal cada cierta cantidad de minutos”. Habría que reconocer las “actuaciones irregulares” de Juan de los muertos; y ciertas apariciones necesarias pero mal justificadas como la del pastor norteamericano, que viene a explicar el significado que tiene para esa cultura la presencia de estos no muertos, pero aporta muy poco al desarrollo narrativo. El director está consciente de lo utilitario de este personaje y en cuanto tiene una oportunidad lo saca de escena con los pies por delante.
Sin embargo, el diseño psicosocial de los caracteres y el filme todo en sus rasgos esenciales muestra una riqueza semántica insoslayable. El solo hecho de proponer un apocalipsis cubano y situar como Salvador a un hombre llamado Juan que porta como arma un remo, otorga a la historia una connotación mítica: lleva a una relectura del último libro del Nuevo Testamento, y se propone como terminación de una de las leyendas fundacionales en que bebe nuestra identidad nacional (por encima de religiones y credos): el descubrimiento de la Virgen de la Caridad del Cobre por tres navegantes que no por gusto respondían (los tres) al nombre de Juan, como el protagonista, y no por gusto blandían remos como todo instrumento contra la zozobra.
Los mitos que vuelven sobre el origen de una cultura o su término son generalmente entendidos como medulares en la definición de sus esencias. Y en este sentido, debe leerse la escatología que nos ofrece Alejandro Brugués. Juan y sus apóstoles se muestran en la película como tuétano de lo cubano, y sus antagonistas coinciden con los de las cuatro películas antes analizadas: Fábula, Marina, La guarida del topo y Larga distancia.
En esta ocasión la monotonía, la apatía y la incertidumbre —contra la que luchan o con la que se resguardan los protagonistas de estos filmes— adquieren forma material en Juan de los muertos, son los zombis. Y esos zombis (he aquí indignación de muchos, hasta cierto punto comprensible) son la sociedad cubana, más concretamente el pueblo cubano. Este subgénero hereda de otras cinematografías su carga de denuncia social para convertirse aquí en un retrato de lo peor de nosotros mismos. No en balde estamos hablando de seres semivivos: semimuertos, que deambulan las calles sin propósito... o con el solo propósito de sumergir a los pocos que quedan a salvo en su estado.
Los zombis cubanos dejan de ser ficción para representar a todos esos seres humanos con pensamiento mecánico, que han perdido la capacidad hedonista de disfrutar y entender el universo, que están (en pocas palabras) muertos en vida. Quizás la más impresionante de las escenas no sea aquella donde cae el edificio Focsa, ni aquella del Habana Libre desértico y en caos, como después de una tercera guerra mundial. La más terrible escena es aquella donde se muestra una calle habanera salpicada de zombis que caminan y alguien reconoce que “todo está como siempre”. Si logramos, en nuestra butaca, superar en ese momento de anagnórisis, la ira contra esta película que se burla despiadadamente del pueblo, de nosotros mismos; reconoceremos en esos zombis el desaliño de muchos compatriotas, el caminar cansado y sonámbulo con que muchas veces enfrentamos la ví(d)a pública. Y luego, camino a casa, descubriremos en las calles de La Habana restos de una guerra contra el tiempo y el desinterés, que parece no ya atómica sino fantástica, de ciencia ficción, o de un orden sobrenatural.
Nos preguntaremos, como los personajes de Hamlet, Ureta, Kiki Álvarez e Insausti, qué hacer para escapar de esta epidemia, para que no nos consuma como a otros la más llana abulia; Juan de los muertos ofrece su respuesta. Parecería que esta violencia con que tratan Juan y su pandilla a todos los no vivos solo insiste en la frustración real de la época, ya que se pretende como una solución ficticia, imposible de aplicar en las calles de La Habana.
(A pesar de los muchos argumentos que surgieron contra la proyección del filme, el arte no tiene efectos tan literales. El público no va a salir matando ni destruyendo aún más la ciudad después de ver una película. Si pudieran lograrse tales efectos con una sencilla obra, la industria de la publicidad no tendría fisuras, sería incontenible... Por no hablar de la propaganda política.)
Sin embargo, es necesario cavar más hondo para entender la escapatoria que nos propone Alejandro Brugués. No por gusto su pandilla picaresca representa lo que entendemos (casi todos) como lacra social: ladrones, exhibicionistas públicos, acosadores sexuales, travestis, gerontófilos, pederastas, jineteros, y un largo etcétera. Juan de los muertos se desplaza al interior del grupo y nos muestra, claro está, sus carencias, muchas veces elementales, de valores humanos; pero también subraya que estos excluidos sociales, al carecer de contacto directo con instituciones cubanas, preservan aún ciertas capacidades que les han sido mutiladas al resto.
Varias de ellas apuntan a entender la vida de forma empírica, con los sentidos, sin la mediación de factores externos a nosotros mismos. En Juan de los muertos, se da el caso de que toda la población cree que los zombis son disidentes, porque así lo explica la televisión; e incluso marchan frente a la Oficina de Intereses de Estados Unidos. Esta equivocada interpretación del mundo lleva al individuo y a la sociedad a hundirse en su estado de crisis. Juan y su pandilla, que no creen en lo que dice la prensa y posiblemente tampoco en lo que dice la ciencia, evalúan con sus propios ojos la realidad y aprenden sin largas teorizaciones no solo qué son esos seres, sino también cómo destruirlos.
Descubrimos desde la primera entrada del grupo en escena que nosotros somos para ellos lo que ellos para nosotros: los excluidos. Es curioso que usualmente pensemos en estos casos que marginar es una forma efectiva de oponernos a ciertas conductas (en ciertos casos repudiables), pero escasamente nos cuestionamos si ciertos grupos salen del cauce social (todo lo posible) además por voluntad propia. En Juan de los muertos, vernos a través de los ojos del otro debería desencadenar un proceso de autoreflexión, que penosamente interrumpimos con rabia o indiferencia por la forma en que se nos muestra como pueblo y como individuos.
Después de compararnos con los compinches de Juan, deberíamos preguntarnos cuántos no hemos ido perdiendo la capacidad de alcanzar disfrute no ya racional o emotivo, sino sensorial. El lenguaje rabelesiano de Juan de los muertos va más allá de las malas palabras; está cargado de metáforas sensoriales, de maneras olfativas, gustativas, sensitivas (eróticas) de aproximarse al mundo que hemos reprimido por décadas, por siglos.
A estas alturas sería difícil alejar la idea de este Juan apocalíptico del Übermensch nietzchano en tanto nos propone encontrar caminos propios y alejarnos de ciertos sistemas de valores que no difieren mucho de moralidades y estrategias hegemónicas del pasado occidental. Ese es en definitiva el meollo de Juan de los muertos, su mensaje raigal.
El tan criticado final de la película no es tan ilusorio como se muestra. De hecho, cuando Juan decide quedarse en La Habana y enfrenta, remo en mano, una desafiante multitud de zombis que se aproximan a toda velocidad; solo reproduce la feroz voluntad con que los cubanos (desde los más altos dirigentes hasta los más carentes mendigos) enfrentan, cada día, los imposibles que conlleva pertenecer a esta Isla, en terreno diplomático, económico, religioso, estético...
Ese concepto de supervivencia de Juan, es la clave contra el apocalipsis que anuncian varios filmes de 2011. He aquí un valor que persiste en nuestro almanaque nacional y nos mantiene a flote: la certitud de haber pasado por crisis de octubre, por marieles y períodos especiales... y seguir existiendo a pesar de nuestra pequeñez geográfica se transforma en una seguridad de futuro (real y maravillosa): en una fe, fe de supervivencia.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Bisiesto: lanzamiento del número 5 de la publicación de la Muestra Joven ICAIC

Bisiesto: lanzamiento del número 5 de la publicación de la Muestra Joven ICAIC
El próximo viernes 28 de septiembre a las 4:00 p.m. en el Centro Cultural Cinematográfico ICAIC, en 23 y 12, Vedado, se presentará el número 5 de Bisiesto. La más reciente entrega de la publicación de la Muestra Joven, dedica un dossier al director de cine Terence Piard (1973-2004) que incluye una entrevista a su padre, el destacado cineasta Tomás Piard, y textos de recordación firmados por laureados jóvenes realizadores cubanos y extranjeros como Jorge Molina, la brasileña Ana Pessoa y Heidi Hassan. Un valor agregado de esta edición lo constituye el escrito de Terence, hasta ahora inédito, en el cual descubre sus aspiraciones creativas en relación con Accidente, película en planes de filmación en el momento de su muerte. 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Havana gore/Juan de los muertos. Una crítica de Norge Espinosa

Publicado en http://www.cubacine.cult.cu/revistacinecubano/digital23/articulo31.htm

Havana gore/Juan de los muertos

Norge Espinosa
Norge Espinosa (Santa Clara, 1971), poeta, dramaturgo y crítico de teatro cubano. La mayor parte de los espectáculos que ha asesorado para el grupo Teatro «El público», ha merecido el Premio de la Crítica. Sus poemas se incluyen en antologías de poesía cubana en España, México, Estados Unidos y Cuba. Obtuvo la Orden por la Cultura Nacional y el premio Abril que otorga la Editorial homónima.

You´re gonna need a bigger zombie
Alejandro Brugués ha afirmado que su filme preferido es Jaws. Con ello quiere decir que el impacto de la película de Spielberg, conocida entre nosotros como Tiburón sangriento, provocadora en Cuba de una suerte de fiebre idéntica a la que supo desatar en tantos lugares del mundo a raíz de su estreno en 1975, lo acompaña tal vez desde la infancia. Ciertas pesadillas y ciertos sueños suelen exorcizarse solo produciendo otras tantas pesadillas, otros tantos delirios. La respuesta del joven director cubano, a partir de lo que pudo haber sembrado en sus noches de niñez y adolescencia aquel escualo plástico (el «Gran Mojón Blanco», como Spielberg lo bautizó ante la negativa del monstruo mecánico a funcionar según lo esperado en varias tomas), es Juan de los Muertos. Una película que quise disfrutar en la sala repleta, colmada de un público ansioso de ver La Habana mediante otras cotas de espectacularidad, y que saltaba de gozo en sus lunetas ante los efectos que convertían el caluroso paisaje en un ámbito donde Ed Wood, Regan MacNeil, Boris Karloff, Hal Warren, Dario Argento, Norman Bates, Frank-N-Furter, Abraham van Helsing, Morticia Addams, James Whale, Maila Nurmi, Eric Cartman y otras figuras de culto hubieran podido disfrutar de unas muy merecidas vacaciones, patrocinadas por George A. Romero, demiurgo del cine de zombies y no en balde heredero de ancestros cubanos. Llenar la capital de zombies, y crear un héroe que se autodefine como sobreviviente en otras clases de luchas (esta incluida), convierte a Juan de los Muertos, incluso antes de que pueda anunciarse su estreno oficial y se repitan las largas colas que activó durante la pasada y no tan colorida edición del 33 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en una entrada segura a la lista de los filmes de culto que la cinematografía nacional debería mostrar con menos pudor. Y entiéndase con ello que no hablo de los clásicos resabidos, sino acerca de esas otras producciones que, por rozar límites tan extremos, han terminado haciéndose de un lugar en nuestra memoria justamente por los excesos que les niegan o conceden el rango que tal vez las obras maestras más repasadas no podrán obtener. Cine de medianoche. Tanda doble. Cuidado: su vecino puede ser un zombie.
Un comité de zombies a la vuelta de la esquina
El cine de culto cubano contiene, así, obras tan distintas como Patakín, Siete muertes a plazo fijo, Patty Candela, El extraño caso de Rachel K., Casta de robles, o documentales que han demorado largamente en ser revalorizados, como P.M, Gente de la playa y Coffea arábiga. Filmes que en algunos casos asombran por la chapucería o ingenuidad que los identifica, y que en otros, por el contrario, deslumbran por sus adelantos, su estilización, sus calidades visionarias; que fueron incomprendidos en los días del estreno, y quedaron olvidados durante décadas. Entre esas películas, capaces de motivar el seguimiento y la adoración de fanáticos que pueden memorizar diálogos y fotogramas de esa cinematografía sumergida, algunas han conseguido unir los contrastes que desde la crítica y el fervor del auditorio dan a determinadas obras algo más que elogio y popularidad. Ahí está para demostrarlo Vampiros en La Habana, a la que ni siquiera su endeble y tardía secuela logró arrebatar el impacto vivo que goza desde su estreno. Los bocadillos y mejores chistes de ese filme de Juan Padrón se adhirieron ya a la memoria colectiva del cinéfilo cubano, y su procacidad y desparpajo, provenientes de los Filminutos del mismo director, nos recuerdan esa fascinación que, también desde el humor, puede regalarnos lo terrorífico. En lo que se demora en llegar esa mirada al cine de culto producido en Cuba, mientras otros hacen encuestas sobre los mejores momentos de nuestra cinematografía y olvidan hacer algunas sobre las peores secuencias, películas, carteles, guiones y actuaciones de la pantalla nacional, Juan de los Muertos revive todo esto, en una Habana de nuevo milenio en la cual, cómo no, por qué no, un comité de zombies puede agitarse a la vuelta de la esquina. Tropicalizar los demonios de Shaun of the Dead resulta, entonces, una invitación a revisitar todo ese panorama con un gesto menos ingenuo y, sin dudas, más subversivo.
 
 Juan (Alexis Díaz de Villegas) y Lázaro (Jorge Molina) 

Afortunadamente, la película no se llama Zombies en La Habana. Juan de los Muertos es no solo el título del filme, sino el eje, en tanto personaje e ideología, que mueve toda la trama. Juan es un cubano con los pies en la tierra que debe, repentinamente, creer en algo que lo sobrepasa. Sin que jamás se expliquen las causas, la capital de la Isla empieza a poblarse de zombies, en un remedo de otros filmes semejantes que también debe al cine Z, pero que mira con arrobamiento hacia La noche de los cuerpos vivientes y tantas joyas oscuras de ciertos subgéneros. El resultado es un filme explosivo, hecho a trazos de brocha gorda, con humor de sal gruesa, gustoso de un aire cercano al comic, a la vez que impregnado de un sentido del desacato y la humorada que hacen de La Habana algo más que paisaje. Juan de los Muertos recoge el guante de Padrón y sus vampiros para explicarnos de qué manera pueden convivir el horror y el choteo, salpicando un entorno que no deja fuera de sus fotogramas la saturación de matices políticos, la machacona y simple manera con la cual la televisión y otros medios insisten en «explicarnos» una realidad en la que estos y otros acontecimientos repentinos podrían no tener una causa lógica. La irreverencia del filme opera por contagio; de ahí que puedan combinarse, durante la misma proyección, algunos gritos de horror y una oleada firme de carcajadas. Alejandro Brugués nos recuerda que somos extremos vivientes. Es por ello, y no solo por sus bromas digitales, por su apego a efectismos no siempre necesarios, y por escenas que hubieran podido quedar en la sala de edición, que nace mi deseo de ver anunciada esta película en los mejores cines de la Isla. Y también en los de condiciones menos óptimas, ausentes de la cartelera del Festival mismo, porque todo el mundo tiene igual derecho. Debería tener igual derecho.
Con una banda de amigos integrada por Lázaro (Jorge Molina) y su hijo Vladi California (Andros Perugorría); La China (Jazz Vilá) junto a El Primo (Eliecer Ramírez), y su hija Camila (Andrea Duro), Juan de los Muertos (Alexis Díaz de Villegas) decide sacar partido a la invasión de zombies cobrando por librar a los ciudadanos de la amenaza que tales monstruos representan. El filme está poblado de cameos, algunos memorables, como el de una deliciosa Elsa Camp en la mejor línea de la Ruth Gordon de El bebé de Rosemary, lo que permite reconocer a varios de los mejores actores cubanos representando papeles mínimos en esta trama tan delirante. Baste recordar, también, a Diana Rosa Suárez, Luis Alberto García, Blanca Rosa Blanco o Eslinda Núñez como la presidenta del CDR en la reunión durante la cual irrumpe uno de los primeros monstruos. Gracias a un cuidadoso trabajo de maquillaje y de dirección de arte (Derubín Jácome), lo que parecería difícil de creer va ganando una escala ante nosotros en la que, sin apelar a la tecnología más aguzada y costosa, los ingenios del equipo de postproducción se las arreglan para que veamos a un helicóptero estrellarse contra el Capitolio (como en La guerra de los mundos en su versión de los años cincuenta), o derrumbarse el edificio Focsa para que el auditorio ovacione. La fotografía y la edición de Carles Gusi y Mercedes Cantero se confabulan para que creamos en los destazamientos de cuerpos, en la marcha submarina de los zombies, y en una Habana que se va multiplicando en ruinas y acaba con La Rampa cubierta de automóviles destrozados, a la manera del camión que se estrella contra el cartel que proclama «Revolución o Muerte». La Plaza de la Revolución y otros sitios de fuerte carga política son inundados por muertos vivientes, en planos que tal vez muchos hubiesen creído imposibles, dada la sacralización que esos mismos espacios han tenido en el propio cine cubano durante los últimos cincuenta años. Los zombies son tildados de disidentes a lo largo del filme, producto de una invasión supuestamente pagada por un gobierno enemigo, y ello da pie a una lectura tan gozosa como desparpajada de ciertas zonas de lo que somos, del modo estrecho y político en el que se nos describen varias posibilidades. Pero el único personaje dispuesto a explicar qué son exactamente estos invasores, y por qué se encuentran entre nosotros, muere antes de revelar su secreto, del modo más estúpido, con lo cual la broma del director se refuerza: justamente no darnos una clave que otros considerarían imprescindible y lógica. El espectáculo tiene que ser otra cosa, incluso algo que no precisa de argumentaciones más sólidas. Eso le otorga a Juan de los Muertos mucho de su fuerza en términos irreverentes, al tiempo que le aporta no pocas de sus debilidades narrativas. Porque no se trata de exigirle razones y clarificaciones más obvias, sino de equilibrar el tono desaforado del filme a fin de que no queden cabos sueltos, ideas poco desarrolladas y aprovechadas, o chistes que por sí solos no rebasan un valor demasiado inmediato.
El rejuego con lo político que expone el guion, a partir de que un encartonado locutor televisivo anuncia la oleada de indisciplina social causada por grupúsculos de disidentes pagados por el gobierno de los Estados Unidos, conduce a otros planos de comentarios que permiten sobrepasar la simple maniobra de limpieza de zombies en la que se adentra Juan con su tropa insólita. Él mismo lo dice: «Los disidentes son lentos, por lo menos eso está a nuestro favor». Luego, sin embargo, queda claro que se trata de algo más. Cómo reconocer a los zombies entre los no infectados si todos parecen comportarse como tales, dice otro personaje aduciendo la monotonía y rutina de todas sus vidas. La efectividad de tales chistes o claves depende en gran medida de lo que cada actor le aporte. En ese sentido, Alexis Díaz de Villegas justifica a plenitud el que Alejandro Brugués lo haya anunciado desde los primeros esbozos del proyecto como el único actor en el que confiaba para tal papel. Proveniente de una destacadísima trayectoria en el teatro, con apariciones ocasionales en la televisión y el cine, Alexis ha sabido madurar todo lo que trae consigo para hacer de Juan un hombre de todos los días, un cubano en el que podamos creer a sabiendas de su naturaleza de luchador implacable. «Este es el Paraíso y nada podrá cambiarlo», asegura Juan, negado a huir hacia Miami, listo para continuar la lucha por sí mismo. Y quizás, también, para una secuela.
A su lado, Jorge Molina crea un Lázaro que consigue una rápida empatía con el público a partir de su descaro, su conducta impropia, en sabroso contrapunto con Juan. Logra incluso que un largo momento, la espera del amanecer tras el cual sabremos si está o no infectado, se haga soportable, para culminar con un hermoso plano en el que ambos compadres ven la salida del sol, sentados ante el célebre lumínico del Hotel Habana Libre. Jazz Vilá pone en simpático peligro las normas del buen ser, en estos tiempos de otra lucha por la diversidad sexual, sacando a flote una China armada de un tirapiedras letal, tan preciso como sus chistes más procaces. Andros Perugorría y Andrea Duro quedan por debajo del carisma que estos actores y hasta algunos de los zombies logran aportar al metraje, con una escena de romance verdaderamente fatal, que bien hubiera merecido un retake. O un zombie que los hubiera interrumpido. Quién sabe si, de existir esa secuela que imagino, puedan volver con mayor seguridad a los mismos roles. Let´s pray.
 
  Vladi California (Andros Perugorría), Camila (Andrea Duro), Lázaro y Juan 

A lo largo del visionaje, sentí no pocas veces que Brugués tenía en las manos una idea valiosa, aunque no siempre tenía firmes sus riendas. El tono general del filme, que posee una banda sonora en la que los ecos de Irakere y su Bacalao con pan son lo más memorable, lucha contra esa impresión. Pero también ello identifica y singulariza a Juan de los Muertos: sería otro filme y merecería otro comentario de no contener tanto nervio crispado. Mucho le costó a Steven Spielberg el guion sólido a partir del cual hizo de Jaws el primer blockbuster; incluso el cine destinado a arrancar gritos al lunetario debe sostenerse mediante un cuidadoso trabajo de escritura y ajuste de detalles. Si como Brugués asegura, piensa dejar a un lado por ahora a los zombies, le deseo que regrese al cine de género con la misma ansiedad, con la misma impaciencia, y con un mayor control de algunos de sus puntos argumentales. Gracias a él, La Habana ha sacado a la luz del día varios de sus monstruos. Y han sido acogidos, como corresponde a ciertos tópicos de nuestra idiosincracia, mediante la mezcla de respeto y desparpajo, con la que también hemos entonado congas de recibimiento incluso a personajes de muy alto rango. Espero que ese haya sido un gesto liberador, y que otras historias no menos delirantes puedan hacer de la capital, y de Cuba, un escenario capaz de asombrarnos con tramas y personajes menos previsibles. En un país que cambia tan rápido. Y que puede contar historias tan estremecedoras. También en su cine.
Mami, ¡llegaron los zombies cubanos!
El cine nacional ha despedido el año 2012 con dos películas que podrían marcar la apertura hacia esas otras sendas. En Verde verde, a dos décadas de Fresa y chocolate, Enrique Pineda Barnet, Premio Nacional de Cine, nos recuerda que los deseos homoeróticos exigen respeto e independencia no solo simbólica, sino a través del cruce de cuerpos, sangre y sacrificios. En Juan de los Muertos, el derecho a imaginar otras visiones, a recrear lo que somos a partir de extremos cercanos al pulp fiction, llega finalmente a la pantalla grande cubana, con un respaldo de producción –La Zanfoña Producciones (España), Producciones de la 5ta Avenida (Cuba), entre otras– y economías que alcanzarán una resonancia mayor cuando el filme comience su carrera internacional, a partir de enero, dejando atrás los festivales donde ha sorprendido. En cierto modo, tal vez casi secreto y menos cómodo de lo que hubiesen preferido otros, estas películas indican un punto de giro hacia cómo asimilar esas historias y estos personajes de un modo que rebase la consigna, la campaña de salud u orientación social, y la sonrisa conciliatoria. Todos ellos están entre nosotros. Y tal vez la analogía de deseos y sangre con el terror no tenga esta vez, necesariamente, que ser asumida como un síntoma de inferioridad, sino como la expansión de un concepto social donde elegir una actitud y una conducta nos haga más honestos. No sé si después de la castración y la culpa de Verde verde tendremos que aguardar otros veinte años antes de que nuestros cineastas miren a los homosexuales con mayor atrevimiento. O si tras Juan de los Muertos otros se atreverán nuevamente con el cine de horror, con el thriller, y otros fragmentos dispersos, para volver a convocarnos como una multitud dispuesta a compartir en la sala oscura gritos y risas. Pero tengo fe y espero. Sentado en el Malecón al que mira el amplio ventanal de Verde verde, y sobre el cual salta Juan para recomenzar su batalla contra los zombies. Esa fe me acompaña, en la misma Habana que cruza tales páginas. Ellos volverán.