Ayer 28 de septiembre a las 4:00 p.m. en el Centro Cultural Fresa y Chocolate se presentó el número 5 del BISIESTO CINEMATOGRÁFICO, publicación asociada a la Muestra de Nuevos Realizadores, esta vez dedicado al malogrado cineasta cubano Terence Piard . Yo no pude estar porque estoy ensayando para un próximo rodaje, pero a continuación comparto con ustedes el texto que escribí sobre mi querido amigo que aparece publicado junto al de otros que le conocieron.
TERENCE
Por Jorge Molina
Corría el año 1986 y dos amigos y yo, jóvenes
estudiantes de arte, estábamos a la caza de Tomás Piard el legendario director
independiente, creador del cineclub Sigma y padre espiritual de toda una
generación de jóvenes que perseguían un sueño casi utópico: hacer cine en Cuba.
Llegamos a un pequeño apartamento en el Vedado, una señora nos recibió y nos
dijo que no nos fijáramos en el reguero de la pequeña sala, atiborrada de
vestuarios, telas, utilería, papeles, una claqueta y montones de cosas más.
Tomás preparaba su nueva película, creo era su primer largometraje, Ecos, la Cecilia del cine independiente.
Ahí fue la primera vez que lo vi. Era
un adolescente flacucho de mirada tranquila que estaba por ahí como quien no
rompe un plato (con ese cuento, tiempo después se convirtió en su marca de
fábrica: una especie de galán a lo roquero argentino tipo Fito Páez con un aura
de chico frágil que no dejó títere con cabeza. Tenía un montón de mujeres. ¡Qué
cabrón!). De pronto, se escuchó la voz de la señora que no era otra que su
abuela: «Terence busca tal cosa…», no recuerdo bien exactamente qué era. Se
llamaba Terence. Sus padres le habían puesto ese nombre por el actor inglés
Terence Stamp, actor favorito de Tomás.
Ese día no era otro diferente a su
cotidianidad. Desde muy pequeño estaba al lado de su padre en todas sus
aventuras cinematográficas, por lo tanto vivía y respiraba cine 25 horas al
día. Y, por supuesto, sus primeros pasos en el audiovisual, los dio junto a
Tomás en el Cine Club Sigma, espacio aglutinador de una pléyade de jóvenes
locos por hacer audiovisuales. A partir de ahí le perdí la pista hasta la mitad
de los 90, ya yo me había graduado en la EICTV de San Antonio de los Baños, había rodado
un par de cortos que habían adquirido cierto culto entre los cinéfilos y nos
volvimos a encontrar para sellar una amistad-hermandad solo truncada con su
absurda muerte en la playa de La
Fajara (La
Laguna, Tenerife) en agosto de 2004.
Para esa fecha, Terence ya había
dirigido —siendo un adolescente—, el mediometraje de ciencia ficción Figuras
en el paisaje (1987), por el que mereció el premio especial y el de la
mejor banda sonora en el Festival Cine Plaza,
y más adelante los cortos Salto (1998) y Retrato vacío
(1999). Seguía siendo el mismo cinéfilo empedernido capaz de consumir cualquier
película que cayera en sus manos, desde la bazofia más zetoza hasta la más
rebuscada película húngara de arte y ensayo. Recuerdo que Tomás discutía y a
veces se burlaba de nosotros porque no entendía como gastábamos neuronas en ver
películas «malas» de ilustres desconocidos para el cinéfilo «arty» como Jess
Franco, William Lustig, Armando Bo o Ray Dennis Steckler y, por el contrario,
no nos apasionábamos por clásicos como Tarkovski. Le contestábamos que además
de ser divertido, así aprendíamos mejor, a no rodar de esa manera, que con las
buenas aprendíamos poco porque eran perfectas y no había por donde cogerle.
No solo compartíamos esa pasión
desmesurada por el cine, sino también por la música rock viniera de donde
viniera, preferentemente hard rock o heavy metal y la literatura más
perturbadora y extraña. Con su partida se fueron con él muchos de mis discos y
libros bizarros. Amigo de sus amigos —porque tenía muchos—, para Terence, todo el mundo tenía valores
positivos: nunca lo escuché hablar mal de nadie ni lo vi metido en algún brete
o miserias humanas tan características en el mundo del arte. Así era él.
Terence seguía obsesionado con estudiar cine, y a
pesar de algunas almas oscuras reticentes a su entrada, logró para suerte de
todos los que le queríamos, ingresar en la EICTV de San Antonio de los Baños, donde aun
trabajo como encargado de Extensión Cultural y en esa época también era asesor
de dirección en los ejercicios de tres minutos de la polivalencia. Desde ese
momento me convertí prácticamente en su hermano mayor y mentor.
En cuanto proyecto estuve involucrado él participó como colaborador en
alguna área específica. Recuerdo cuando rodábamos Molina´s Solarix, Terence
era el script y una tarde desapareció a la hora del almuerzo y regresó a media
tarde cuando ya habíamos tirado cuatro o cinco planos más. Sigiloso como para que yo no me diera cuenta,
reportes en mano, se acercó al actor principal para preguntarle por cuál plano
andaban. El actor Ricardo Becerra —que es tremendo jodedor—, le dijo que me
preguntara a mí. Terence le contestó que no, que yo como director estaba muy
ocupado con el rodaje y él no quería molestarme con esas pequeñeces. Ricardo me
miró, Terence me miró, los tres nos miramos al más puro estilo Leone, silencio
y, nos cagamos de la risa. Con esa aura y buena vibra que le rodeaba era muy
difícil para mí encabronarme con él. Imagino que estaba terminando de ver
alguna película finlandesa rara o «enredao» con alguna jevita en su habitación.
En la escuela dio rienda suelta a su pasión y cinefilia —virtudes no demasiado comunes entre sus estudiantes— y a su
fascinación por los géneros cinematográficos en completa libertad. Así comenzó
una búsqueda que inició con el thriller
mezclado con el absurdo, el splatter, la psicotronía y el kabuki en Carniçeiro (2002), su ejercicio de tres minutos, en 16mm y hablado
en portugués, el terror sobrenatural en su ejercicio de pretesis Eso (2002), y terminó
con temáticas no tratadas o escasamente tratadas en el cine nacional como las
drogas en el documental En vena y la
marginalidad y las sustancias sicotrópicas en Bajo Habana.
Juntos realizamos El Sexo y la Bestia
especie de versión camp del relato
clásico La Bella y la Bestia fotografiada por
Raúl Rodríguez y protagonizada por la
actriz Zulema Clares y por mí. Todos estos trabajos no exentos de
imperfecciones pero llenos de riesgo y
pasión, auguraban el cineasta que vendría. Con obras tan conmovedoras como el
documental En vena (2002) y el corto de ficción Bajo Habana
(2003), su tesis de grado, y habiendo probado por dónde iba su discurso, salió
de la escuela con sus cortometrajes bajo el brazo a recorrer festivales y a conocer el mundo que falta le hacía y nos
hace a todos.
Comenzó a preparar el que sería su
primer largometraje: Accidente,
basado en una experiencia autobiográfica, la
muerte de uno de sus mejores amigos en similares
circunstancias a las que un tiempo después moriría él. La
última vez que nos comunicamos me escribió un exaltado e-mail en el cual como
un niño ante un juguete nuevo me dijo haber descubierto a la terrible condesa
Bathory y estaba fascinado con el personaje. Le remití a un maravilloso texto
sobre ella que había escrito la poetisa Alejandra Pizarnik, titulado La condesa sangrienta para que lo
estudiara y quizás pensáramos algo juntos sobre el personaje y la posibilidad
de realizar un filme. Desgraciadamente eso no pudo ser. ¡Lo extraño con cojones!
1 comentario:
Yo también lo extraño con Cojones! Que grande Terence...Que pronto te fuiste amigo
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