viernes, 28 de septiembre de 2012

Antropología de los zombis



publicado en la revista Espacio Laical digital 2/3012

Antropología de los zombis
Por Justo Planas
En pocos meses la generación de cineastas de los 2000 ha ido cambiando el rumbo de su barco, y con ellos el séptimo arte cubano casi en su totalidad. El Léster Hamlet de Tres veces dos (2004) vuelve a cantar la prolongación de un amor más allá del tiempo, de sus circunstancias con la actual Fábula. Sin embargo, en esta última película es Cuba quien le impide a los protagonistas defender los sueños de una relación: vivir juntos, tener hijos, comer perdices...
Arturo y Cecilia pasan por todos estos estados de manera traumática, blandiendo la alegría en el sentido más cubano de la palabra, esa alegría que mantuvo nuestro espíritu a salvo de la desesperación y la amargura durante el Período Especial. Los padres de él, dueños y señores de la moral de otra generación, de otras formas de ver la vida, y dueños también de una casa: del Hogar; le niegan la posibilidad a la pareja de irse a vivir allí. La madre de Cecilia, mujer práctica y mundana que se multiplica cada día más, acepta a regañadientes a la nieta, pero no al yerno, un filólogo muerto de hambre e irritantemente feliciano.
Habría que decir que este filólogo renunció a una tentadora emigración por Cecilia, que  (como la de Solás) se convierte durante ciertos diálogos en una representación de Cuba toda. La pareja elige vivir aquí: llega a decir incluso “Yo soy fan a Cuba”, pero es este aquí precisamente el que les impide seguir juntos. Y en esa disyuntiva, que anuncia Fábula desde el primer plano, concluye la película.
No puede pedírsele al director Léster Hamlet definiciones cuando los actuales personajes cubanos navegan por la incertidumbre. Habría que decir que en estos filmes no se responsabiliza a ninguna autoridad sino al pueblo cubano mismo por aplastar todo intento genuino de felicidad, todo esfuerzo por trascender la grisura.
En el caso de Marina (Kiki Álvarez) podemos constatar mejor la inconsistencia del tiempo, la monotonía en que parece sumirse esta definición cinematográfica del pueblo cubano. Tenemos la sensación de que en el filme no pasa nada, de que se avanza poco. Y esta sensación no predomina porque a la protagonista, Marina, le suceda poco durante el filme, sino porque estas experiencias que vive no la llevan a ningún sitio, redundan en el despropósito existencial de todo el pueblo de Gibara, donde se desarrolla la historia. Sabemos que llegó a aquel pueblo porque se cansó de estar en La Habana; pero podemos predecir, transcurridos unos minutos, que no tiene una idea clara de lo que va a hacer allí, y ese espíritu prevalece en Marina hasta que caen los créditos.
La pareja protagónica de Kiki Álvarez, sin embargo, conoce desde el principio la lección que la de Hamlet aprende con duros golpes durante toda la película: es imposible, en estas circunstancias, pensar en el futuro; la única forma de mantener a salvo el amor del otro y la felicidad propia es disfrutar cada segundo presente y rehuir de cualquier definición. Tanto en uno como en otro filme persiste la idea de que dentro de Cuba la vida no tiene sentido, pero fuera menos aún.
Es, quizás, la moraleja de Larga distancia (Esteban Insausti), donde se sientan en la misma mesa, unos frente a otros, los cubanos que se fueron y los que siguen aquí. Aunque la ficción de Insausti lleva incrustados testimonios reales de ambos lados de la frontera y más que testimonios: criterios, conclusiones de vida; la verdadera lectura del filme (como en su corto de Tres veces dos) es íntima y se esconde en las historias de ciertos amigos de infancia que se reencuentran: el artista fracasado, la jinetera saqueada, el negro menospreciado y la inmigrante solitaria.
Se miran unos a otros como diciendo “tanto que soñamos ser cuando éramos pequeños e ingenuos y mira en lo que nos hemos convertido”. Larga distancia se ahoga en un ocioso sentimiento de queja ante la decadencia, se regodea ante la fatalidad de los treintañeros cubanos como si fuera cosa de hado trágico, como si toda una generación pudiera ahogarse en la desidia sin conquistar recursos para vencerla, o cuanto menos reducirla. Quizás por este motivo, este filme pasó por la cartelera sin despertar gran interés de crítica y público, a pesar de su virtuosa (este es el adjetivo) visualidad: dirección de arte, fotografía, vestuario, maquillaje, peluquería, edición...
Sin embargo, Esteban Insausti vuelve sobre la salida del país como el mayor de todos los despropósitos. La protagonista, que al parecer vive fuera, descubre que a pesar de su sobreabundancia material solo puede llamar vida al pasado. Después de emigrar existe en ella un gran vacío que intenta suplir con objetos y una maniática obsesión por que todo esté en orden, por que todo sea ideal. Sus amigos, que no habitan en casas ideales ni tienen una existencia idílica, tienen a cambio un presente, lleno de contradicciones, pero también de calor humano.
En La guarida del topo (Alfredo Ureta) encontramos justo lo contrario: un hombre, Daniel, que según deducimos por ciertas fotos fue un constructor ejemplar, tuvo una hija; pero  en estos momentos vive recluido en su casa, aislado del país voluntariamente, y enterrado en una Cuba pasada que le permite comer aún latas de spam soviéticas. Su día, una vez que llega del trabajo (único lazo con el presente) se agota en una cadeneta de rituales: la comida, el baño, el sueño... que se repiten a lo largo del almanaque, sin excepciones.
Como en el caso del personaje que interpreta Carlos Enrique Almirante en Marina, la autoexclusión de Daniel y el frágil equilibrio que proporciona se rompe con la entrada en su vida de una mujer, de una versión agrisada y conforme del amor, y los conflictos que eso implica.
Pero la existencia de un acompañante no significa ni en Marina ni en La guarida del topo que la relación de estos hombres con el mundo sea menos traumática; los conduce solo a un nuevo estadio existencial donde la Cuba presente se les abre con sendos escarpados retos que ambas películas anuncian justo antes de concluir.
Estos cuatro filmes, estrenados el último año, insisten en la naturaleza opresiva de la relación individuo-sociedad. En estos cuatro universos la Isla (ver más allá de su dimensión política o económica) no solo impide que los protagonistas trabajen, sueñen y amen en razonable armonía con el resto de la nación; sino que una vez limitados los vínculos con el mundo exterior, cualquier ejercicio de los verbos antes mencionados (trabajar, soñar, amar) resulta también infructuoso.
El pesimismo de esta década fílmica que recién comienza en los 2010 se vuelve evidente si se comparan estas películas, por ejemplo, con los alegres 80, donde los protagonistas echaban a un lado el escepticismo para involucrarse con los proyectos sociales; o los 90, cuando ciertos directores, inconformes con el estado de cosas, dedicaban sesudas tramas a analizarlo y proponían salidas. Incluso el Diego de Fresa y chocolate, asfixiado en su propia patria, cerraba tras de sí las puertas de la Isla y cogía un avión rumbo a otra sociedad.
Esos cuatro filmes, sin embargo, nos entregan sus finales abiertos, y con ellos subrayan el cansancio y la incertidumbre de los protagonistas frente al porvenir. Enclaustrarse como en el caso de Daniel no es la solución, como puede verse. Tampoco el optimismo a ultranza de Cecilia y Arturo. La apatía de Marina, ella no lo sabe, pero muchos de nosotros sí, solo conserva el estado de cosas. Y la anagnórisis del destino trágico, en el caso de Larga distancia, destierra el libre albedrío y con él toda posibilidad ontológica del individuo de transformar la sociedad (al menos tal como se la caracteriza en el filme: todopoderosa y opresiva).
Remo en mano
La irrupción de Juan de los muertos durante el XXX Festival del Nuevo Cine Latinoamericano llevó, sin duda, a un nivel superior el discurso actual sobre las relaciones individuo cubano-sociedad. Habría que comenzar como Rolando Pérez Betancourt lo hizo en Granma, diciendo que:
“Superada la expectativa propagandística que tanto ha hablado de una historia de zombis invadiendo La Habana, Juan de los muertos (Alejandro Brugués) deja el sabor de una película ingeniosa hasta cierto punto, pero atrapada en la trampa de los excesos”.
Y seguir, como él lo hizo, afirmando que “Brugués es mucho mejor componiendo imágenes hilarantes que armando la risa mediante las palabras”, que “se nota como impelido a resultar simpático en lo verbal cada cierta cantidad de minutos”. Habría que reconocer las “actuaciones irregulares” de Juan de los muertos; y ciertas apariciones necesarias pero mal justificadas como la del pastor norteamericano, que viene a explicar el significado que tiene para esa cultura la presencia de estos no muertos, pero aporta muy poco al desarrollo narrativo. El director está consciente de lo utilitario de este personaje y en cuanto tiene una oportunidad lo saca de escena con los pies por delante.
Sin embargo, el diseño psicosocial de los caracteres y el filme todo en sus rasgos esenciales muestra una riqueza semántica insoslayable. El solo hecho de proponer un apocalipsis cubano y situar como Salvador a un hombre llamado Juan que porta como arma un remo, otorga a la historia una connotación mítica: lleva a una relectura del último libro del Nuevo Testamento, y se propone como terminación de una de las leyendas fundacionales en que bebe nuestra identidad nacional (por encima de religiones y credos): el descubrimiento de la Virgen de la Caridad del Cobre por tres navegantes que no por gusto respondían (los tres) al nombre de Juan, como el protagonista, y no por gusto blandían remos como todo instrumento contra la zozobra.
Los mitos que vuelven sobre el origen de una cultura o su término son generalmente entendidos como medulares en la definición de sus esencias. Y en este sentido, debe leerse la escatología que nos ofrece Alejandro Brugués. Juan y sus apóstoles se muestran en la película como tuétano de lo cubano, y sus antagonistas coinciden con los de las cuatro películas antes analizadas: Fábula, Marina, La guarida del topo y Larga distancia.
En esta ocasión la monotonía, la apatía y la incertidumbre —contra la que luchan o con la que se resguardan los protagonistas de estos filmes— adquieren forma material en Juan de los muertos, son los zombis. Y esos zombis (he aquí indignación de muchos, hasta cierto punto comprensible) son la sociedad cubana, más concretamente el pueblo cubano. Este subgénero hereda de otras cinematografías su carga de denuncia social para convertirse aquí en un retrato de lo peor de nosotros mismos. No en balde estamos hablando de seres semivivos: semimuertos, que deambulan las calles sin propósito... o con el solo propósito de sumergir a los pocos que quedan a salvo en su estado.
Los zombis cubanos dejan de ser ficción para representar a todos esos seres humanos con pensamiento mecánico, que han perdido la capacidad hedonista de disfrutar y entender el universo, que están (en pocas palabras) muertos en vida. Quizás la más impresionante de las escenas no sea aquella donde cae el edificio Focsa, ni aquella del Habana Libre desértico y en caos, como después de una tercera guerra mundial. La más terrible escena es aquella donde se muestra una calle habanera salpicada de zombis que caminan y alguien reconoce que “todo está como siempre”. Si logramos, en nuestra butaca, superar en ese momento de anagnórisis, la ira contra esta película que se burla despiadadamente del pueblo, de nosotros mismos; reconoceremos en esos zombis el desaliño de muchos compatriotas, el caminar cansado y sonámbulo con que muchas veces enfrentamos la ví(d)a pública. Y luego, camino a casa, descubriremos en las calles de La Habana restos de una guerra contra el tiempo y el desinterés, que parece no ya atómica sino fantástica, de ciencia ficción, o de un orden sobrenatural.
Nos preguntaremos, como los personajes de Hamlet, Ureta, Kiki Álvarez e Insausti, qué hacer para escapar de esta epidemia, para que no nos consuma como a otros la más llana abulia; Juan de los muertos ofrece su respuesta. Parecería que esta violencia con que tratan Juan y su pandilla a todos los no vivos solo insiste en la frustración real de la época, ya que se pretende como una solución ficticia, imposible de aplicar en las calles de La Habana.
(A pesar de los muchos argumentos que surgieron contra la proyección del filme, el arte no tiene efectos tan literales. El público no va a salir matando ni destruyendo aún más la ciudad después de ver una película. Si pudieran lograrse tales efectos con una sencilla obra, la industria de la publicidad no tendría fisuras, sería incontenible... Por no hablar de la propaganda política.)
Sin embargo, es necesario cavar más hondo para entender la escapatoria que nos propone Alejandro Brugués. No por gusto su pandilla picaresca representa lo que entendemos (casi todos) como lacra social: ladrones, exhibicionistas públicos, acosadores sexuales, travestis, gerontófilos, pederastas, jineteros, y un largo etcétera. Juan de los muertos se desplaza al interior del grupo y nos muestra, claro está, sus carencias, muchas veces elementales, de valores humanos; pero también subraya que estos excluidos sociales, al carecer de contacto directo con instituciones cubanas, preservan aún ciertas capacidades que les han sido mutiladas al resto.
Varias de ellas apuntan a entender la vida de forma empírica, con los sentidos, sin la mediación de factores externos a nosotros mismos. En Juan de los muertos, se da el caso de que toda la población cree que los zombis son disidentes, porque así lo explica la televisión; e incluso marchan frente a la Oficina de Intereses de Estados Unidos. Esta equivocada interpretación del mundo lleva al individuo y a la sociedad a hundirse en su estado de crisis. Juan y su pandilla, que no creen en lo que dice la prensa y posiblemente tampoco en lo que dice la ciencia, evalúan con sus propios ojos la realidad y aprenden sin largas teorizaciones no solo qué son esos seres, sino también cómo destruirlos.
Descubrimos desde la primera entrada del grupo en escena que nosotros somos para ellos lo que ellos para nosotros: los excluidos. Es curioso que usualmente pensemos en estos casos que marginar es una forma efectiva de oponernos a ciertas conductas (en ciertos casos repudiables), pero escasamente nos cuestionamos si ciertos grupos salen del cauce social (todo lo posible) además por voluntad propia. En Juan de los muertos, vernos a través de los ojos del otro debería desencadenar un proceso de autoreflexión, que penosamente interrumpimos con rabia o indiferencia por la forma en que se nos muestra como pueblo y como individuos.
Después de compararnos con los compinches de Juan, deberíamos preguntarnos cuántos no hemos ido perdiendo la capacidad de alcanzar disfrute no ya racional o emotivo, sino sensorial. El lenguaje rabelesiano de Juan de los muertos va más allá de las malas palabras; está cargado de metáforas sensoriales, de maneras olfativas, gustativas, sensitivas (eróticas) de aproximarse al mundo que hemos reprimido por décadas, por siglos.
A estas alturas sería difícil alejar la idea de este Juan apocalíptico del Übermensch nietzchano en tanto nos propone encontrar caminos propios y alejarnos de ciertos sistemas de valores que no difieren mucho de moralidades y estrategias hegemónicas del pasado occidental. Ese es en definitiva el meollo de Juan de los muertos, su mensaje raigal.
El tan criticado final de la película no es tan ilusorio como se muestra. De hecho, cuando Juan decide quedarse en La Habana y enfrenta, remo en mano, una desafiante multitud de zombis que se aproximan a toda velocidad; solo reproduce la feroz voluntad con que los cubanos (desde los más altos dirigentes hasta los más carentes mendigos) enfrentan, cada día, los imposibles que conlleva pertenecer a esta Isla, en terreno diplomático, económico, religioso, estético...
Ese concepto de supervivencia de Juan, es la clave contra el apocalipsis que anuncian varios filmes de 2011. He aquí un valor que persiste en nuestro almanaque nacional y nos mantiene a flote: la certitud de haber pasado por crisis de octubre, por marieles y períodos especiales... y seguir existiendo a pesar de nuestra pequeñez geográfica se transforma en una seguridad de futuro (real y maravillosa): en una fe, fe de supervivencia.

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