Publicado en http://www.cubacine.cult.cu/revistacinecubano/digital23/articulo31.htm Havana gore/Juan de los muertos |
Norge Espinosa (Santa Clara, 1971), poeta, dramaturgo y crítico de teatro cubano. La mayor parte de los espectáculos que ha asesorado para el grupo Teatro «El público», ha merecido el Premio de la Crítica. Sus poemas se incluyen en antologías de poesía cubana en España, México, Estados Unidos y Cuba. Obtuvo la Orden por la Cultura Nacional y el premio Abril que otorga la Editorial homónima. |
You´re gonna need a bigger zombie
Alejandro Brugués ha afirmado que su filme preferido es Jaws. Con ello quiere decir que el impacto de la película de Spielberg, conocida entre nosotros como Tiburón sangriento,
provocadora en Cuba de una suerte de fiebre idéntica a la que supo
desatar en tantos lugares del mundo a raíz de su estreno en 1975, lo
acompaña tal vez desde la infancia. Ciertas pesadillas y ciertos sueños
suelen exorcizarse solo produciendo otras tantas pesadillas, otros
tantos delirios. La respuesta del joven director cubano, a partir de lo
que pudo haber sembrado en sus noches de niñez y adolescencia aquel
escualo plástico (el «Gran Mojón Blanco», como Spielberg lo bautizó ante
la negativa del monstruo mecánico a funcionar según lo esperado en
varias tomas), es Juan de los Muertos. Una película que quise
disfrutar en la sala repleta, colmada de un público ansioso de ver La
Habana mediante otras cotas de espectacularidad, y que saltaba de gozo
en sus lunetas ante los efectos que convertían el caluroso paisaje en un
ámbito donde Ed Wood, Regan MacNeil, Boris Karloff, Hal Warren, Dario
Argento, Norman Bates, Frank-N-Furter, Abraham van Helsing, Morticia
Addams, James Whale, Maila Nurmi, Eric Cartman y otras figuras de culto
hubieran podido disfrutar de unas muy merecidas vacaciones,
patrocinadas por George A. Romero, demiurgo del cine de zombies y no en
balde heredero de ancestros cubanos. Llenar la capital de zombies, y
crear un héroe que se autodefine como sobreviviente en otras clases de
luchas (esta incluida), convierte a Juan de los Muertos,
incluso antes de que pueda anunciarse su estreno oficial y se repitan
las largas colas que activó durante la pasada y no tan colorida edición
del 33 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en una
entrada segura a la lista de los filmes de culto que la cinematografía
nacional debería mostrar con menos pudor. Y entiéndase con ello que no
hablo de los clásicos resabidos, sino acerca de esas otras producciones
que, por rozar límites tan extremos, han terminado haciéndose de un
lugar en nuestra memoria justamente por los excesos que les niegan o
conceden el rango que tal vez las obras maestras más repasadas no podrán
obtener. Cine de medianoche. Tanda doble. Cuidado: su vecino puede ser
un zombie.
Un comité de zombies a la vuelta de la esquina
El cine de culto cubano contiene, así, obras tan distintas como Patakín, Siete muertes a plazo fijo, Patty Candela, El extraño caso de Rachel K., Casta de robles, o documentales que han demorado largamente en ser revalorizados, como P.M, Gente de la playa y Coffea arábiga.
Filmes que en algunos casos asombran por la chapucería o ingenuidad que
los identifica, y que en otros, por el contrario, deslumbran por sus
adelantos, su estilización, sus calidades visionarias; que fueron
incomprendidos en los días del estreno, y quedaron olvidados durante
décadas. Entre esas películas, capaces de motivar el seguimiento y la
adoración de fanáticos que pueden memorizar diálogos y fotogramas de esa
cinematografía sumergida, algunas han conseguido unir los contrastes
que desde la crítica y el fervor del auditorio dan a determinadas obras
algo más que elogio y popularidad. Ahí está para demostrarlo Vampiros en La Habana,
a la que ni siquiera su endeble y tardía secuela logró arrebatar el
impacto vivo que goza desde su estreno. Los bocadillos y mejores chistes
de ese filme de Juan Padrón se adhirieron ya a la memoria colectiva del
cinéfilo cubano, y su procacidad y desparpajo, provenientes de los Filminutos
del mismo director, nos recuerdan esa fascinación que, también desde el
humor, puede regalarnos lo terrorífico. En lo que se demora en llegar
esa mirada al cine de culto producido en Cuba, mientras otros hacen
encuestas sobre los mejores momentos de nuestra cinematografía y olvidan
hacer algunas sobre las peores secuencias, películas, carteles, guiones
y actuaciones de la pantalla nacional, Juan de los Muertos
revive todo esto, en una Habana de nuevo milenio en la cual, cómo no,
por qué no, un comité de zombies puede agitarse a la vuelta de la
esquina. Tropicalizar los demonios de Shaun of the Dead resulta, entonces, una invitación a revisitar todo ese panorama con un gesto menos ingenuo y, sin dudas, más subversivo.
Juan (Alexis Díaz de Villegas) y Lázaro (Jorge Molina)
Afortunadamente, la película no se llama Zombies
en La Habana. Juan de los Muertos es no solo el título del filme, sino
el eje, en tanto personaje e ideología, que mueve toda la trama. Juan es
un cubano con los pies en la tierra que debe, repentinamente, creer en
algo que lo sobrepasa. Sin que jamás se expliquen las causas, la capital
de la Isla empieza a poblarse de zombies, en un remedo de otros filmes
semejantes que también debe al cine Z, pero que mira con arrobamiento
hacia La noche de los cuerpos vivientes y tantas joyas oscuras
de ciertos subgéneros. El resultado es un filme explosivo, hecho a
trazos de brocha gorda, con humor de sal gruesa, gustoso de un aire
cercano al comic, a la vez que impregnado de un sentido del
desacato y la humorada que hacen de La Habana algo más que paisaje. Juan
de los Muertos recoge el guante de Padrón y sus vampiros para
explicarnos de qué manera pueden convivir el horror y el choteo,
salpicando un entorno que no deja fuera de sus fotogramas la saturación
de matices políticos, la machacona y simple manera con la cual la
televisión y otros medios insisten en «explicarnos» una realidad en la
que estos y otros acontecimientos repentinos podrían no tener una causa
lógica. La irreverencia del filme opera por contagio; de ahí que puedan
combinarse, durante la misma proyección, algunos gritos de horror y una
oleada firme de carcajadas. Alejandro Brugués nos recuerda que somos
extremos vivientes. Es por ello, y no solo por sus bromas digitales, por
su apego a efectismos no siempre necesarios, y por escenas que hubieran
podido quedar en la sala de edición, que nace mi deseo de ver anunciada
esta película en los mejores cines de la Isla. Y también en los de
condiciones menos óptimas, ausentes de la cartelera del Festival mismo,
porque todo el mundo tiene igual derecho. Debería tener igual derecho.
Con una banda de amigos integrada por Lázaro
(Jorge Molina) y su hijo Vladi California (Andros Perugorría); La China
(Jazz Vilá) junto a El Primo (Eliecer Ramírez), y su hija Camila (Andrea
Duro), Juan de los Muertos (Alexis Díaz de Villegas) decide sacar
partido a la invasión de zombies cobrando por librar a los ciudadanos de
la amenaza que tales monstruos representan. El filme está poblado de
cameos, algunos memorables, como el de una deliciosa Elsa Camp en la
mejor línea de la Ruth Gordon de El bebé de Rosemary, lo que
permite reconocer a varios de los mejores actores cubanos representando
papeles mínimos en esta trama tan delirante. Baste recordar, también, a
Diana Rosa Suárez, Luis Alberto García, Blanca Rosa Blanco o Eslinda
Núñez como la presidenta del CDR en la reunión durante la cual irrumpe
uno de los primeros monstruos. Gracias a un cuidadoso trabajo de
maquillaje y de dirección de arte (Derubín Jácome), lo que parecería
difícil de creer va ganando una escala ante nosotros en la que, sin
apelar a la tecnología más aguzada y costosa, los ingenios del equipo de
postproducción se las arreglan para que veamos a un helicóptero
estrellarse contra el Capitolio (como en La guerra de los mundos
en su versión de los años cincuenta), o derrumbarse el edificio Focsa
para que el auditorio ovacione. La fotografía y la edición de Carles
Gusi y Mercedes Cantero se confabulan para que creamos en los
destazamientos de cuerpos, en la marcha submarina de los zombies, y en
una Habana que se va multiplicando en ruinas y acaba con La Rampa
cubierta de automóviles destrozados, a la manera del camión que se
estrella contra el cartel que proclama «Revolución o Muerte». La Plaza
de la Revolución y otros sitios de fuerte carga política son inundados
por muertos vivientes, en planos que tal vez muchos hubiesen creído
imposibles, dada la sacralización que esos mismos espacios han tenido en
el propio cine cubano durante los últimos cincuenta años. Los zombies
son tildados de disidentes a lo largo del filme, producto de una
invasión supuestamente pagada por un gobierno enemigo, y ello da pie a
una lectura tan gozosa como desparpajada de ciertas zonas de lo que
somos, del modo estrecho y político en el que se nos describen varias
posibilidades. Pero el único personaje dispuesto a explicar qué son
exactamente estos invasores, y por qué se encuentran entre nosotros,
muere antes de revelar su secreto, del modo más estúpido, con lo cual la
broma del director se refuerza: justamente no darnos una clave que
otros considerarían imprescindible y lógica. El espectáculo tiene que
ser otra cosa, incluso algo que no precisa de argumentaciones más
sólidas. Eso le otorga a Juan de los Muertos mucho de su fuerza
en términos irreverentes, al tiempo que le aporta no pocas de sus
debilidades narrativas. Porque no se trata de exigirle razones y
clarificaciones más obvias, sino de equilibrar el tono desaforado del
filme a fin de que no queden cabos sueltos, ideas poco desarrolladas y
aprovechadas, o chistes que por sí solos no rebasan un valor demasiado
inmediato.
El rejuego con lo político que expone el guion, a
partir de que un encartonado locutor televisivo anuncia la oleada de
indisciplina social causada por grupúsculos de disidentes pagados por el
gobierno de los Estados Unidos, conduce a otros planos de comentarios
que permiten sobrepasar la simple maniobra de limpieza de zombies en la
que se adentra Juan con su tropa insólita. Él mismo lo dice: «Los
disidentes son lentos, por lo menos eso está a nuestro favor». Luego,
sin embargo, queda claro que se trata de algo más. Cómo reconocer a los
zombies entre los no infectados si todos parecen comportarse como tales,
dice otro personaje aduciendo la monotonía y rutina de todas sus vidas.
La efectividad de tales chistes o claves depende en gran medida de lo
que cada actor le aporte. En ese sentido, Alexis Díaz de Villegas
justifica a plenitud el que Alejandro Brugués lo haya anunciado desde
los primeros esbozos del proyecto como el único actor en el que confiaba
para tal papel. Proveniente de una destacadísima trayectoria en el
teatro, con apariciones ocasionales en la televisión y el cine, Alexis
ha sabido madurar todo lo que trae consigo para hacer de Juan un hombre
de todos los días, un cubano en el que podamos creer a sabiendas de su
naturaleza de luchador implacable. «Este es el Paraíso y nada podrá
cambiarlo», asegura Juan, negado a huir hacia Miami, listo para
continuar la lucha por sí mismo. Y quizás, también, para una secuela.
A su lado, Jorge Molina crea un Lázaro que
consigue una rápida empatía con el público a partir de su descaro, su
conducta impropia, en sabroso contrapunto con Juan. Logra incluso que un
largo momento, la espera del amanecer tras el cual sabremos si está o
no infectado, se haga soportable, para culminar con un hermoso plano en
el que ambos compadres ven la salida del sol, sentados ante el célebre
lumínico del Hotel Habana Libre. Jazz Vilá pone en simpático peligro las
normas del buen ser, en estos tiempos de otra lucha por la diversidad
sexual, sacando a flote una China armada de un tirapiedras letal, tan
preciso como sus chistes más procaces. Andros Perugorría y Andrea Duro
quedan por debajo del carisma que estos actores y hasta algunos de los
zombies logran aportar al metraje, con una escena de romance
verdaderamente fatal, que bien hubiera merecido un retake. O un
zombie que los hubiera interrumpido. Quién sabe si, de existir esa
secuela que imagino, puedan volver con mayor seguridad a los mismos
roles. Let´s pray.
Vladi California (Andros Perugorría), Camila (Andrea Duro), Lázaro y Juan
A lo largo del visionaje, sentí no pocas veces que
Brugués tenía en las manos una idea valiosa, aunque no siempre tenía
firmes sus riendas. El tono general del filme, que posee una banda
sonora en la que los ecos de Irakere y su Bacalao con pan son lo más memorable, lucha contra esa impresión. Pero también ello identifica y singulariza a Juan de los Muertos:
sería otro filme y merecería otro comentario de no contener tanto
nervio crispado. Mucho le costó a Steven Spielberg el guion sólido a
partir del cual hizo de Jaws el primer blockbuster;
incluso el cine destinado a arrancar gritos al lunetario debe sostenerse
mediante un cuidadoso trabajo de escritura y ajuste de detalles. Si
como Brugués asegura, piensa dejar a un lado por ahora a los zombies, le
deseo que regrese al cine de género con la misma ansiedad, con la misma
impaciencia, y con un mayor control de algunos de sus puntos
argumentales. Gracias a él, La Habana ha sacado a la luz del día varios
de sus monstruos. Y han sido acogidos, como corresponde a ciertos
tópicos de nuestra idiosincracia, mediante la mezcla de respeto y
desparpajo, con la que también hemos entonado congas de recibimiento
incluso a personajes de muy alto rango. Espero que ese haya sido un
gesto liberador, y que otras historias no menos delirantes puedan hacer
de la capital, y de Cuba, un escenario capaz de asombrarnos con tramas y
personajes menos previsibles. En un país que cambia tan rápido. Y que
puede contar historias tan estremecedoras. También en su cine.
Mami, ¡llegaron los zombies cubanos!
El cine nacional ha despedido el año 2012 con dos películas que podrían marcar la apertura hacia esas otras sendas. En Verde verde, a dos décadas de Fresa y chocolate,
Enrique Pineda Barnet, Premio Nacional de Cine, nos recuerda que los
deseos homoeróticos exigen respeto e independencia no solo simbólica,
sino a través del cruce de cuerpos, sangre y sacrificios. En Juan de los Muertos, el derecho a imaginar otras visiones, a recrear lo que somos a partir de extremos cercanos al pulp fiction,
llega finalmente a la pantalla grande cubana, con un respaldo de
producción –La Zanfoña Producciones (España), Producciones de la 5ta
Avenida (Cuba), entre otras– y economías que alcanzarán una resonancia
mayor cuando el filme comience su carrera internacional, a partir de
enero, dejando atrás los festivales donde ha sorprendido. En cierto
modo, tal vez casi secreto y menos cómodo de lo que hubiesen preferido
otros, estas películas indican un punto de giro hacia cómo asimilar esas
historias y estos personajes de un modo que rebase la consigna, la
campaña de salud u orientación social, y la sonrisa conciliatoria. Todos
ellos están entre nosotros. Y tal vez la analogía de deseos y sangre
con el terror no tenga esta vez, necesariamente, que ser asumida como un
síntoma de inferioridad, sino como la expansión de un concepto social
donde elegir una actitud y una conducta nos haga más honestos. No sé si
después de la castración y la culpa de Verde verde tendremos que
aguardar otros veinte años antes de que nuestros cineastas miren a los
homosexuales con mayor atrevimiento. O si tras Juan de los Muertos otros se atreverán nuevamente con el cine de horror, con el thriller,
y otros fragmentos dispersos, para volver a convocarnos como una
multitud dispuesta a compartir en la sala oscura gritos y risas. Pero
tengo fe y espero. Sentado en el Malecón al que mira el amplio ventanal
de Verde verde, y sobre el cual salta Juan para recomenzar su
batalla contra los zombies. Esa fe me acompaña, en la misma Habana que
cruza tales páginas. Ellos volverán.
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