publicado en la revista Espacio Laical digital 2/3012
Antropología
de los zombis
Por
Justo Planas
En pocos meses la generación de cineastas de los 2000 ha ido
cambiando el rumbo de su barco, y con ellos el séptimo arte cubano casi en su
totalidad. El Léster Hamlet de Tres veces dos (2004) vuelve a cantar la
prolongación de un amor más allá del tiempo, de sus circunstancias con la
actual Fábula. Sin embargo, en esta última película es Cuba quien le
impide a los protagonistas defender los sueños de una relación: vivir juntos,
tener hijos, comer perdices...
Arturo y Cecilia pasan por todos estos estados de manera
traumática, blandiendo la alegría en el sentido más cubano de la palabra, esa
alegría que mantuvo nuestro espíritu a salvo de la desesperación y la amargura
durante el Período Especial. Los padres de él, dueños y señores de la moral de
otra generación, de otras formas de ver la vida, y dueños también de una casa: del
Hogar; le niegan la posibilidad a la pareja de irse a vivir allí. La madre de
Cecilia, mujer práctica y mundana que se multiplica cada día más, acepta a
regañadientes a la nieta, pero no al yerno, un filólogo muerto de hambre e
irritantemente feliciano.
Habría que decir que este filólogo renunció a una tentadora
emigración por Cecilia, que (como la de
Solás) se convierte durante ciertos diálogos en una representación de Cuba toda.
La pareja elige vivir aquí: llega a decir incluso “Yo soy fan a Cuba”, pero es
este aquí precisamente el que les impide seguir juntos. Y en esa disyuntiva,
que anuncia Fábula desde el primer plano, concluye la película.
No puede pedírsele al director Léster Hamlet definiciones
cuando los actuales personajes cubanos navegan por la incertidumbre. Habría que
decir que en estos filmes no se responsabiliza a ninguna autoridad sino al
pueblo cubano mismo por aplastar todo intento genuino de felicidad, todo
esfuerzo por trascender la grisura.
En el caso de Marina (Kiki Álvarez) podemos constatar
mejor la inconsistencia del tiempo, la monotonía en que parece sumirse esta
definición cinematográfica del pueblo cubano. Tenemos la sensación de que en el
filme no pasa nada, de que se avanza poco. Y esta sensación no predomina porque
a la protagonista, Marina, le suceda poco durante el filme, sino porque estas
experiencias que vive no la llevan a ningún sitio, redundan en el despropósito
existencial de todo el pueblo de Gibara, donde se desarrolla la historia. Sabemos
que llegó a aquel pueblo porque se cansó de estar en La Habana; pero podemos
predecir, transcurridos unos minutos, que no tiene una idea clara de lo que va
a hacer allí, y ese espíritu prevalece en Marina hasta que caen los
créditos.
La pareja protagónica de Kiki Álvarez, sin embargo, conoce
desde el principio la lección que la de Hamlet aprende con duros golpes durante
toda la película: es imposible, en estas circunstancias, pensar en el futuro;
la única forma de mantener a salvo el amor del otro y la felicidad propia es
disfrutar cada segundo presente y rehuir de cualquier definición. Tanto en uno
como en otro filme persiste la idea de que dentro de Cuba la vida no tiene
sentido, pero fuera menos aún.
Es, quizás, la moraleja de Larga distancia (Esteban
Insausti), donde se sientan en la misma mesa, unos frente a otros, los cubanos
que se fueron y los que siguen aquí. Aunque la ficción de Insausti lleva
incrustados testimonios reales de ambos lados de la frontera y más que
testimonios: criterios, conclusiones de vida; la verdadera lectura del filme
(como en su corto de Tres veces dos) es íntima y se esconde en las
historias de ciertos amigos de infancia que se reencuentran: el artista
fracasado, la jinetera saqueada, el negro menospreciado y la inmigrante
solitaria.
Se miran unos a otros como diciendo “tanto que soñamos ser
cuando éramos pequeños e ingenuos y mira en lo que nos hemos convertido”. Larga
distancia se ahoga en un ocioso sentimiento de queja ante la decadencia, se
regodea ante la fatalidad de los treintañeros cubanos como si fuera cosa de
hado trágico, como si toda una generación pudiera ahogarse en la desidia sin conquistar
recursos para vencerla, o cuanto menos reducirla. Quizás por este motivo, este
filme pasó por la cartelera sin despertar gran interés de crítica y público, a
pesar de su virtuosa (este es el adjetivo) visualidad: dirección de arte,
fotografía, vestuario, maquillaje, peluquería, edición...
Sin embargo, Esteban Insausti vuelve sobre la salida del
país como el mayor de todos los despropósitos. La protagonista, que al parecer
vive fuera, descubre que a pesar de su sobreabundancia material solo puede
llamar vida al pasado. Después de emigrar existe en ella un gran vacío que
intenta suplir con objetos y una maniática obsesión por que todo esté en orden,
por que todo sea ideal. Sus amigos, que no habitan en casas ideales ni tienen una
existencia idílica, tienen a cambio un presente, lleno de contradicciones, pero
también de calor humano.
En La guarida del topo (Alfredo Ureta) encontramos
justo lo contrario: un hombre, Daniel, que según deducimos por ciertas fotos
fue un constructor ejemplar, tuvo una hija; pero en estos momentos vive recluido en su casa,
aislado del país voluntariamente, y enterrado en una Cuba pasada que le permite
comer aún latas de spam soviéticas. Su día, una vez que llega del trabajo
(único lazo con el presente) se agota en una cadeneta de rituales: la comida,
el baño, el sueño... que se repiten a lo largo del almanaque, sin excepciones.
Como en el caso del personaje que interpreta Carlos Enrique
Almirante en Marina, la autoexclusión de Daniel y el frágil equilibrio
que proporciona se rompe con la entrada en su vida de una mujer, de una versión
agrisada y conforme del amor, y los conflictos que eso implica.
Pero la existencia de un acompañante no significa ni en Marina
ni en La guarida del topo que la relación de estos hombres con el mundo sea
menos traumática; los conduce solo a un nuevo estadio existencial donde la Cuba
presente se les abre con sendos escarpados retos que ambas películas anuncian
justo antes de concluir.
Estos cuatro filmes, estrenados el último año, insisten en
la naturaleza opresiva de la relación individuo-sociedad. En estos cuatro
universos la Isla (ver más allá de su dimensión política o económica) no solo
impide que los protagonistas trabajen, sueñen y amen en razonable armonía con
el resto de la nación; sino que una vez limitados los vínculos con el mundo
exterior, cualquier ejercicio de los verbos antes mencionados (trabajar, soñar,
amar) resulta también infructuoso.
El pesimismo de esta década fílmica que recién comienza en
los 2010 se vuelve evidente si se comparan estas películas, por ejemplo, con los
alegres 80, donde los protagonistas echaban a un lado el escepticismo para
involucrarse con los proyectos sociales; o los 90, cuando ciertos directores,
inconformes con el estado de cosas, dedicaban sesudas tramas a analizarlo y
proponían salidas. Incluso el Diego de Fresa y chocolate, asfixiado en
su propia patria, cerraba tras de sí las puertas de la Isla y cogía un avión
rumbo a otra sociedad.
Esos cuatro filmes, sin embargo, nos entregan sus finales
abiertos, y con ellos subrayan el cansancio y la incertidumbre de los
protagonistas frente al porvenir. Enclaustrarse como en el caso de Daniel no es
la solución, como puede verse. Tampoco el optimismo a ultranza de Cecilia y
Arturo. La apatía de Marina, ella no lo sabe, pero muchos de nosotros sí, solo
conserva el estado de cosas. Y la anagnórisis del destino trágico, en el caso
de Larga distancia, destierra el libre albedrío y con él toda
posibilidad ontológica del individuo de transformar la sociedad (al menos tal
como se la caracteriza en el filme: todopoderosa y opresiva).
Remo en mano
La irrupción de Juan de los muertos durante el XXX
Festival del Nuevo Cine Latinoamericano llevó, sin duda, a un nivel superior el
discurso actual sobre las relaciones individuo cubano-sociedad. Habría que
comenzar como Rolando Pérez Betancourt lo hizo en Granma, diciendo que:
“Superada la expectativa propagandística que tanto ha
hablado de una historia de zombis invadiendo La Habana, Juan de los muertos
(Alejandro Brugués) deja el sabor de una película ingeniosa hasta cierto punto,
pero atrapada en la trampa de los excesos”.
Y seguir, como él lo hizo, afirmando que “Brugués es mucho
mejor componiendo imágenes hilarantes que armando la risa mediante las
palabras”, que “se nota como impelido a resultar simpático en lo verbal cada cierta
cantidad de minutos”. Habría que reconocer las “actuaciones irregulares” de Juan
de los muertos; y ciertas apariciones necesarias pero mal justificadas como
la del pastor norteamericano, que viene a explicar el significado que tiene
para esa cultura la presencia de estos no muertos, pero aporta muy poco al
desarrollo narrativo. El director está consciente de lo utilitario de este
personaje y en cuanto tiene una oportunidad lo saca de escena con los pies por
delante.
Sin embargo, el diseño psicosocial de los caracteres y el
filme todo en sus rasgos esenciales muestra una riqueza semántica insoslayable.
El solo hecho de proponer un apocalipsis cubano y situar como Salvador a un
hombre llamado Juan que porta como arma un remo, otorga a la historia una connotación
mítica: lleva a una relectura del último libro del Nuevo Testamento, y se
propone como terminación de una de las leyendas fundacionales en que bebe
nuestra identidad nacional (por encima de religiones y credos): el
descubrimiento de la Virgen de la Caridad del Cobre por tres navegantes que no
por gusto respondían (los tres) al nombre de Juan, como el protagonista, y no
por gusto blandían remos como todo instrumento contra la zozobra.
Los mitos que vuelven sobre el origen de una cultura o su
término son generalmente entendidos como medulares en la definición de sus
esencias. Y en este sentido, debe leerse la escatología que nos ofrece
Alejandro Brugués. Juan y sus apóstoles se muestran en la película como tuétano
de lo cubano, y sus antagonistas coinciden con los de las cuatro películas
antes analizadas: Fábula, Marina, La guarida del topo y Larga
distancia.
En esta ocasión la monotonía, la apatía y la incertidumbre —contra
la que luchan o con la que se resguardan los protagonistas de estos filmes— adquieren
forma material en Juan de los muertos, son los zombis. Y esos zombis (he
aquí indignación de muchos, hasta cierto punto comprensible) son la sociedad
cubana, más concretamente el pueblo cubano. Este subgénero hereda de otras
cinematografías su carga de denuncia social para convertirse aquí en un retrato
de lo peor de nosotros mismos. No en balde estamos hablando de seres semivivos:
semimuertos, que deambulan las calles sin propósito... o con el solo propósito
de sumergir a los pocos que quedan a salvo en su estado.
Los zombis cubanos dejan de ser ficción para representar a
todos esos seres humanos con pensamiento mecánico, que han perdido la capacidad
hedonista de disfrutar y entender el universo, que están (en pocas palabras)
muertos en vida. Quizás la más impresionante de las escenas no sea aquella
donde cae el edificio Focsa, ni aquella del Habana Libre desértico y en caos,
como después de una tercera guerra mundial. La más terrible escena es aquella donde
se muestra una calle habanera salpicada de zombis que caminan y alguien
reconoce que “todo está como siempre”. Si logramos, en nuestra butaca, superar en
ese momento de anagnórisis, la ira contra esta película que se burla
despiadadamente del pueblo, de nosotros mismos; reconoceremos en esos zombis el
desaliño de muchos compatriotas, el caminar cansado y sonámbulo con que muchas
veces enfrentamos la ví(d)a pública. Y luego, camino a casa, descubriremos en
las calles de La Habana restos de una guerra contra el tiempo y el desinterés,
que parece no ya atómica sino fantástica, de ciencia ficción, o de un orden
sobrenatural.
Nos preguntaremos, como los personajes de Hamlet, Ureta,
Kiki Álvarez e Insausti, qué hacer para escapar de esta epidemia, para que no
nos consuma como a otros la más llana abulia; Juan de los muertos ofrece su respuesta. Parecería que esta
violencia con que tratan Juan y su pandilla a todos los no vivos solo insiste
en la frustración real de la época, ya que se pretende como una solución
ficticia, imposible de aplicar en las calles de La Habana.
(A pesar de los muchos argumentos que surgieron contra la
proyección del filme, el arte no tiene efectos tan literales. El público no va
a salir matando ni destruyendo aún más la ciudad después de ver una película. Si
pudieran lograrse tales efectos con una sencilla obra, la industria de la
publicidad no tendría fisuras, sería incontenible... Por no hablar de la
propaganda política.)
Sin embargo, es necesario cavar más hondo para entender la
escapatoria que nos propone Alejandro Brugués. No por gusto su pandilla
picaresca representa lo que entendemos (casi todos) como lacra social:
ladrones, exhibicionistas públicos, acosadores sexuales, travestis, gerontófilos,
pederastas, jineteros, y un largo etcétera. Juan
de los muertos se desplaza al interior del grupo y nos muestra, claro está,
sus carencias, muchas veces elementales, de valores humanos; pero también
subraya que estos excluidos sociales, al carecer de contacto directo con
instituciones cubanas, preservan aún ciertas capacidades que les han sido
mutiladas al resto.
Varias de ellas apuntan a entender la vida de forma
empírica, con los sentidos, sin la mediación de factores externos a nosotros
mismos. En Juan de los muertos, se da
el caso de que toda la población cree que los zombis son disidentes, porque así
lo explica la televisión; e incluso marchan frente a la Oficina de Intereses de
Estados Unidos. Esta equivocada interpretación del mundo lleva al individuo y a
la sociedad a hundirse en su estado de crisis. Juan y su pandilla, que no creen
en lo que dice la prensa y posiblemente tampoco en lo que dice la ciencia, evalúan
con sus propios ojos la realidad y aprenden sin largas teorizaciones no solo
qué son esos seres, sino también cómo destruirlos.
Descubrimos desde la primera entrada del grupo en escena que
nosotros somos para ellos lo que ellos para nosotros: los excluidos. Es curioso
que usualmente pensemos en estos casos que marginar es una forma efectiva de
oponernos a ciertas conductas (en ciertos casos repudiables), pero escasamente
nos cuestionamos si ciertos grupos salen del cauce social (todo lo posible)
además por voluntad propia. En Juan de
los muertos, vernos a través de los ojos del otro debería desencadenar un
proceso de autoreflexión, que penosamente interrumpimos con rabia o
indiferencia por la forma en que se nos muestra como pueblo y como individuos.
Después de compararnos con los compinches de Juan,
deberíamos preguntarnos cuántos no hemos ido perdiendo la capacidad de alcanzar
disfrute no ya racional o emotivo, sino sensorial. El lenguaje rabelesiano de Juan de los muertos va más allá de las
malas palabras; está cargado de metáforas sensoriales, de maneras olfativas,
gustativas, sensitivas (eróticas) de aproximarse al mundo que hemos reprimido
por décadas, por siglos.
A estas alturas sería difícil alejar la idea de este Juan
apocalíptico del Übermensch
nietzchano en tanto nos propone encontrar caminos propios y alejarnos de
ciertos sistemas de valores que no difieren mucho de moralidades y estrategias
hegemónicas del pasado occidental. Ese es en definitiva el meollo de Juan de los muertos, su mensaje raigal.
El tan criticado final de la película no es tan ilusorio
como se muestra. De hecho, cuando Juan decide quedarse en La Habana y enfrenta,
remo en mano, una desafiante multitud de zombis que se aproximan a toda
velocidad; solo reproduce la feroz voluntad con que los cubanos (desde los más
altos dirigentes hasta los más carentes mendigos) enfrentan, cada día, los
imposibles que conlleva pertenecer a esta Isla, en terreno diplomático,
económico, religioso, estético...
Ese concepto de supervivencia de Juan, es la clave contra el
apocalipsis que anuncian varios filmes de 2011. He aquí un valor que persiste
en nuestro almanaque nacional y nos mantiene a flote: la certitud de haber
pasado por crisis de octubre, por marieles y períodos especiales... y seguir
existiendo a pesar de nuestra pequeñez geográfica se transforma en una
seguridad de futuro (real y maravillosa): en una fe, fe de supervivencia.